IV

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Pável, una noche después de cenar, corrió la cortina de las ventanas, tomó asiento en un rincón y comenzó a leer bajo la lámpara de petróleo que estaba colgada en la pared sobre su cabeza. Después que lavó la vajilla, su madre salió de la cocina y se aproximó con paso indeciso. Interrogante, él alzó la cabeza y la miró.

-Pável, no... no es nada, soy yo -dijo ella, y se alejó rápidamente, arqueadas las cejas con aire de confusión. En medio de la cocina, se quedó inmóvil un instante, preocupada, pensativa; despacio, se lavó las manos y regresó junto a Pável.

-Te quiero preguntar -dijo en voz muy baja-, qué es lo que siempre estás leyendo. 

Pável dejó el libro.

-Madre, siéntate.

La madre tomó asiento pesadamente junto a él y, aguardando algo grave, se irguió. Sin verla, a media voz, y adquiriendo, sin saber por qué, un tono áspero, el hijo empezó a hablar.

-Estoy leyendo libros prohibidos. está prohibido leerlos, porque hablan sobre la verdad de nuestra existencia de obreros... Los imprimen en secreto, y me llevarán a prisión si los encuentran aquí..., a la cárcel, porque deseo conocer la verdad. ¿Entiendes?

La madre sintió que se cortaba su respiración, y fijó sobre Pável unos ojos aterrados. Le pareció raro, diferente. Tenía otra voz, más sonora más baja más plena. Retorcía su fino bigote de adolescente con sus dedos afilados, y en el vació se perdía su mirada vaga, bajo las cejas. Sintió que el miedo y la piedad por su hijo invadían.

-Pável, ¿por qué estás haciendo eso? -interrogó.

Él alzó la cabeza, la miró, y sin levantar la voz contestó serenamente:

-Deseó conocer la verdad.

La voz de Pável era baja, pero firme, y su ojos resplandecían de terquedad. Ella entendió en su corazón que su hijo se había consagrado para siempre a algo aterrador y enigmático. En la vida todo le había parecido inevitable: estaba habituada a someterse sin reflexionar, y sólo comenzó a llorar, dulcemente, sin hallar palabras, tenía el corazón oprimido por la angustia y la tristeza.

-¡Madre, no llores! -dijo Pável con voz dulce; pero a Pelagia le dio la impresión de que le estaba diciendo adiós.

-Recapacita, ¿qué existencia es la nuestra? Tú tienes cuarenta años, y, sin embargo, ¿es que realmente has vivido? Papá te golpeaba... Ahora entiendo que contigo se vengaba de su propia miseria, de la miseria de la vida, que lo asfixiaba sin que él entendiese por qué. Trabajó durante treinta años; comenzó cuando la fábrica solamente tenía dos edificios, ¡y tiene siete en este momento!

La madre escuchaba con pánico y avidez. Hermosos y claros, los ojos de Pável le brillaban; se había aproximado a su madre apoyando el pecho en la mesa y casi tocando su cara cubierta de lágrimas, por primera vez decía lo que había entendido. Hablaba de todo lo que para él era evidente con toda la pasión de discípulo y la fe de la juventud, orgulloso de sus conocimientos en cuya verdad cree religiosamente; y hablaba menos para su madre, que para informar sus propias convicciones. Se detenía algunos instantes, cuando las palabras le faltaban, y entonces miraba la apesadumbrada cara en la que resplandecieron los ojos bondadosos, llenos de lágrimas, de pánico y de incertidumbre. Tuvo compasión de su madre, y continuó hablando, pero en esta ocasión de ella, de su existencia.

-¿Tú qué alegrías has conocido? ¿Me puedes decir qué ha habido de bueno en tu existencia?

La madre escuchaba y movía la cabeza con tristeza, sentía la emoción de algo nuevo que desconocía, alegría y congoja, y esto acariciaba placenteramente su corazón herido. Era la primera ocasión que escuchaba hablar de esa manera de ella misma, de su vida, y esas frases despertaban pensamientos imprecisos, que habían estado dormidos hacía mucho tiempo; avivaban tiernamente el sentir apagado de una insatisfacción sombría de la vida, reanimaban las impresiones e ideas de una juventud lejana. Relato su niñez, con sus amigas, charló prolongadamente de todo, pero, como las otras, solo sabía lamentarse: nadie explicaba por qué la existencia era tan ingrata y difícil. Y he aquí Pável, su hijo, se encontraba sentado allí, y todo lo que decían sus ojos, su cara, sus frases, todo eso alcanzaba su corazón, la llenaba el orgullo ante su hijo que entendía tan bien la vida de su madre, le conversaba de sus sufrimientos, sentía compasión por ella.

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⏰ Última actualización: Sep 27, 2017 ⏰

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