La sirena de la fábrica temblaba y rugía todas las mañanas, entre el olor a aceite del barrio obrero y el humo. Y, de forma apresurada, como cucarachas atemorizadas, emergían de las casuchas grises personas hurañas que tenían el cansancio todavía en todos los músculos. Caminaban, en el aire gélido de la madrugada, por las callejuelas sin asfaltar y se dirigían hacia la elevada jaula de piedra que, tranquila e indiferente. Se escuchaba el chapoteo de los pasos en el lodo. El aire era desgarrado por injurias soeces. Se encontraban unas con otras las exclamaciones roncas de las voces dormidas. También había otros ruidos: el silbido del vapor, el sonido sordo de las maquinas. Dominando el barrio como gruesas columnas, las altas chimeneas se perfilaban sombrías y adustas.
Cuando por la tarde se ponía el sol y, en los cristales de las casas sus rayos rojos brillaban, la escoria humana era vomitada de las entrañas de piedra de la fábrica, y nuevamente por las calles, dejando en el aire exhalaciones húmedas de la grasa de las maquinas, se esparcían los obreros, brillantes sus dientes de hambrientos, las caras negras de humo. Las voces ahora eran animadas e incluso felices: en casa los esperaban en la cena y el reposo, por aquel día había concluido su trabajo de forzados.
Su jornada había sido devorada por la fabrica: en los músculos de los hombres, las maquinas habían absorbido toda la fuerza que necesitaban. Sin dejar huella había transcurrido el día: cada hombre había dado un paso mas hacia su tumba, pero se acercaba la dulzura del reposo, con el disfrute de la cantina llena de humo, y cada hombre estaba feliz.
Hasta las diez se dormía los días de fiesta. Luego, las personas serias y casadas, se colocaban su mejor ropa y asistían a misa, recriminando a los muchachos su indiferencia en el tema religioso. Al regresar de la iglesia, comían y se acostaban nuevamente, hasta que anochecía.
El cansancio, amasado durante muchos años, quita el apetito, y para poder comer, bebían, porque con la quemadura aguda del alcohol estimulaban su estómago.
Durante la tarde, caminaban por las calles perezosamente: los que poseían botas de goma, se las colocaban aunque no estuviera lloviendo, y los que tenían paraguas, aunque estuviera soleado lo sacaban.
Cuando se encontraban, se conversaba de la fábrica, de las maquinas, o se deshacían en invectivas contra los capataces. Los pensamientos y las palabras no se referían más que a cosas relativas del trabajo. En la gris monotonía de los días, apenas si alguna idea, pobre y mal enunciada, lanzaba una chispa solitaria. Al regresar a casa, los hombres peleaban con sus esposas y frecuentemente, sin ahorrar golpes, les pegaban. Los muchachos permanecían en el café o planificaban pequeñas veladas en casa de alguno, bailaban, entonaban canciones innobles, tocaban el acordeón, bebían y relataban obscenidades. Los hombres se embriagaban con facilidad fatigados por el trabajo: el licor producía una irritación mórbida, sin fundamento, que buscaba una escapatoria. Para liberarse, entonces, bajo una excusa trivial, con furia brutal se abalanzaba uno contra otro. Se producían peleas sangrientas, de las que salían heridos algunos; en ocasiones había fallecidos.
Predominaba en sus relaciones un sentimiento de rencor al acecho, que controlaba a todos y daba la impresión de que era tan normal como el cansancio de los músculos. Nacieron con este padecimiento del alma que habían heredado de sus padres, como una sombra negra estaba con ellos hasta el sepulcro, y hacía que cometieran actos detestables, de una crueldad inútil.
Los muchachos regresaban tarde por la noche los días festivos, con los trajes rotos, llenos de polvo y de lodo, las caras contusionadas; con voz maligna se alababan de los golpes asestados a sus compañeros, o bien, regresaban rabiosos o llorando por las ofensas que habían recibido, embriagados, lamentables, infelices, y repulsivos. En ocasiones eran los padres quienes traían su hijo a casa: lo habían hallado ebrio, en la cantina o perdido al pie de una valla; sobre el cuerpo inerte del joven llovían las injurias y los golpes; Después, con más o menos precauciones, los acostaba, para, a la mañana siguiente, despertarlo muy temprano y mandarlo al trabajo cuando, como un oscuro torrente, la sirena propagaba su rugir irritado.
Sobre los jóvenes caían con dureza las injurias y los golpes, pero sus riñas y borracheras a los viejos les parecían perfectamente legitimas: en su juventud, ellos también se habían emborrachado y golpeado; a ellos también sus padres les habían pegado. Así era la vida. Un año tras otro, corría igual y lento, como un río de aguas turbias; de las mismas costumbres, antiguas y tenaces, para pensar y obrar, estaba hecho cada día. Y nadie sentía el deseo de transformar nada.
En ocasiones, por el barrio aparecían extraños que venían nadie sabía de qué lugar. Al inicio, atraían la atención sencillamente porque no eran conocidos; Después producían algo de curiosidad, cuando conversaban de los sitios donde habían trabajado; luego, se agotaba la atracción de lo novedoso, se acostumbraba uno a ellos y pasaban inadvertidos nuevamente. Sus narraciones confirmaban una realidad: en todas partes la vida del obrero es igual. Entonces, ¿para qué hablar de eso?
Sin embargo, en alguna ocasión sucedía que relataban cosas nuevas para el barrio. Con ellos no se discutía, pero oían, sin darles crédito, sus raras palabras que en algunos producía una rabia ahogada, en otros, intranquilidad; no faltaban quienes se sentían desconcertados por una vaga ilusión y bebían aun mas para eliminar aquel sentimiento molesto e inútil.
Sin embargo, en alguna ocasión sucedía que relataban cosas nuevas para el barrio. Con ellos no se discutía, pero oían, sin darles crédito, sus raras palabras que en algunos producía una rabia ahogada, en otros, intranquilidad; no faltaban quienes se sentían desconcertados por una vaga ilusión y bebían aun mas para eliminar aquel sentimiento molesto e inútil.
Si veían algo fuera de lo común en un extraño, los habitantes del barrio no lo olvidaban, y lo trataban con una instintiva aversión, como si tuvieran miedo que pudiera traer a su vida algo que podría perturbar la oscura regularidad, ingrata, pero serena. Acostumbrados a ser habitados por una fuerza inalterable, no aguardaban mejora alguna, y consideraban que cualquier cambio solamente les haría aun más pesado el yugo.
La gente que hablaba de cosas nuevas miraba como las personas del barrio huían en silencio. Entonces se esfumaban, regresaban al camino, o si permanecían en la fabrica, se mantenían al margen y no lograban fundirse en la masa uniforme de los trabajadores...
De esa manera, el hombre vivía unos cincuenta años; luego, fallecía...
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La Madre
КлассикаPublicada en el exilio entre 1907 y 1908, la novela del ruso Maksim Gorki (1869-1936) refleja como ninguna las miserias y penurias del obrerismo ruso a finales de la época zapatista. Sus ansias de conseguir mejoras son reprimidas con violencia. Sobr...