III

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Quince días tras el fallecimiento de su padre, un domingo Pável Vlassov regresó borracho a casa. Entró titubeando en la pieza delantera, y gritó mientras golpeaba la mesa con el puño, como lo hacía su progenitor:

-¡La cena!

Su madre se aproximó, se sentó junto a él y atrajo la cabeza de Pável sobre su pecho mientras lo abrazaba. Él grito, al tiempo que la rechazaba apoyando la mano sobre su hombro:

-¡Vamos, mamá, rápido!

-¡Pobrecito mi pequeño animalito! -comentó ella con voz acariciadora y melancólica, no tomando en cuenta la resistencia del hijo.

-¡Y fumaré! Entrégame la pipa de mi padre -rezongó el joven; articulaba con dificultad la lengua rebelde.

Era la primera vez que se emborrachaba. Su cuerpo estaba débil por el alcohol, pero no había ahogado su conciencia, y su cabeza era golpeada por una pregunta:

-¿Estoy ebrio...?¿Estoy ebrio?

Lo confundían las caricias de su madre, y lo conmovió la tristeza de sus ojos. Tenía deseos de llorar, y para vencerlo aparentó estar más ebrio de lo que realmente se encontraba.

Su madre acariciaba sus cabellos, enmarañados y mojados en su dolor, y le hablaba con dulzura:

-No debiste, hijo...

Las náuseas lo invadieron tras una serie de vómitos violentos, la madre lo llevó a su cama y con una toalla húmeda cubrió su frente pálida. Se restableció un poco, pero a su alrededor todo daba vueltas, le pesaban los párpados, en la boca tenía un saber amargo y repugnante. Pensaba, mientras miraba la cara de su madre a través de las pestañas:

-Para mí es muy pronto. Los demás beben y no les sucede nada, y a mí me provoca vómitos...

Lejana, le llegaba la voz dulce de su madre:

-Si comienzas a beber, cómo me vas a mantener...

Él le dijo mientras cerraba los ojos:

-Pero todos beben...

Pelagia exhaló un suspiro. Pável tenía razón. Ella sabía muy bien que las personas no tienen otro lugar que la cantina para obtener algo de alegría. Pero contestó:

-¡Pero tú no debes de beber! Tu padre ha bebido suficiente por ti. Y me ha angustiado mucho...; tú podrías tener compasión de tu mamá.

Pável escuchaba estas palabras, dulces, tristes; podía recordar la vida silenciosa y borrosa de su mamá, siempre esperando angustiosamente los golpes. Pável había permanecido poco en casa durante los últimos tiempos para evitar encontrarse con su padre: había olvidado un poco a su madre. Y en este momento, recobrando lentamente los sentidos, la miraba fijamente.

Era algo encorvada y alta. Roto por un trabajo perenne y los maltratos de su esposo, su cuerpo se movía silencioso, levemente inclinado, como si sintiera temor de tropezar con algo. La ancha cara surcada de arrugas, algo hinchada, se iluminaba con par de ojos oscuros, melancólicos e inquietos como los de la gran mayoría de las mujeres del barrio. La ceja derecha estaba levemente levantada por una profunda cicatriz, y daba la impresión de que también la oreja de ese lado era más alta que la otra; parecía que tenía siempre un oído alerta. El abundante cabello negro contrastaba con las canas. Era toda ternura, resignación, tristeza...

Las lágrimas corrían poco a poco a lo largo de sus mejillas.

-¡Ya no llores! -dijo con dulzura su hijo-. Tráeme de beber.

Te traeré agua con hielo.

Sin embargo, cuando Pelagia regresó, Pável ya estaba dormido. Ella se quedó un momento inmóvil frente a él: en su mano temblaba la jarra y, en el borde, el hielo tintineaba con suavidad. Sobre una mesa dejó el cacharro y, callada, se puso de rodillas frente a las imágenes sagradas. Con los gritos de borrachos, los vidrios de las ventanas vibraban. Un acordeón gemía en la oscuridad y la niebla de la noche de otoño; alguien entonaba una melodía a plena voz; alguien insultaba con frases con frases soeces; se escuchaban voces de mujeres fatigadas, intranquilas, irritadas...

La MadreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora