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El pueblo estaba conformado por una veintena de casas de barro y adobe, construidas en torno a un riachuelo que se abría camino desde las entrañas de los nevados que se divisaban a lo lejos, altos y apesadumbrados, como guardianes silenciosos de la paz de esas tierras alejadas del tumulto de la sociedad moderna. De la mitad de estas casas se asomaron semblantes llenos de desconcierto que intercambiaban miradas inquisitivas ante la presencia de los nuevos visitantes liderados por un blanco de vientre prominente y nariz aguileña. Tras él, dos hombres con gafas inspeccionaban el alrededor minuciosamente, y al final del grupo, un pueblerino joven y fornido cargaba la mayor parte del equipaje. Se dirigieron a una de las míseras moradas y llamaron a la puerta.

Un anciano de rostro cansino la entreabrió, y balbuceó algo en la lengua de sus ancestros. El más joven del grupo, y también el único que no vestía camisa, se le acercó.

—Señor Omar —dijo—, soy yo, Alejandro.

—¡Alejandro! —reconoció el anciano tras unos segundos—. ¡Has crecido tanto...! ¿Cuántos años han pasado?

—Más de una década, sin duda —aseguró Alejandro.

—¡Te ves muy bien, chico!

—Usted también —mintió.

El líder de los cuatro hombres, que llevaba pantalones caqui y una camisa manchada de sudor, alzó la voz para dejarse oír:

—Qué bonito reencuentro, pero tenemos prisa, muchacho. Ya está por anochecer. —Observó el oeste, por donde el sol comenzaba a huir.

—¿Qué necesitan?

—Son amigos, y necesitamos un lugar para dormir —aclaró el joven al señor Omar.

—No hay problema —respondió—; pero, ¿serían tan amables de indicarme sus nombres?

—Kingsley. Estos hombres trabajan para mí. —Señaló a sus dos lacayos.

—Me dicen Jules —dijo uno de ellos.

—Yo soy Fabricio —dijo el otro—. Venimos del extranjero, de...

—Entiendo. No me son necesarios más detalles —concluyó el anciano—. Pasen, por favor.

—Pagaremos —añadió el hombre blanco, sacudiendo un fajo de billetes.

El viejo, ignorándolo, los guio a la sala de su hogar. El habitáculo, pese a su tamaño, contaba apenas con unas cuantas sillas, un armario y una chimenea improvisada contra la pared. Una de las sillas crujió bajo el peso de Kingsley cuando el extranjero se desplomó sobre ella. Los dos miembros restantes de la expedición se acomodaron uno al lado del otro, frente a la chimenea.

—Deberán disculpar a mis vecinos, nos parece muy raro tener visitantes.

—Ya lo creo —dijo Alejandro, sonriente—. Este sitio nunca atrajo demasiados turistas.

Descenso a lo profundo [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora