La noche avanzaba y la ansiedad carcomía todas las fibras de su corazón. Pegado al televisor, mirando una película de vaqueros, se servia otro whisky, y ya iban cinco. Su piso en el edificio era un quinto, un monoambiente, que no lo hacinaba sólo porque no tenía muebles. Vendía todo y sacrificaba su trabajo y sus pocas cosas para comprar drogas y alcohol. Tenía 16 años.
A veces pasaba días sin comer por la abstinencia; no había dinero, no podía comprar la dosis, no había nada para tomar, y no tenía ni una mujer que le acompañase. Sus dientes chocaban entre sí haciendo un ruido macabro, calavérico, esquelético. Su mandíbula casi se había roto.
A veces bajaba a tirar la basura, compuesta por cajas de comida rápida, botellas vacías, cajas de cigarrillos y jeringas. No salía si no era de noche, sus ojeras oscurecían hasta la luz más brillante y sus ojos, inyectados en sangre, le daban un aire de demente y trastornado.
Sin embargo, le gustaba leer. Los libros tenían un efecto particular en él, lo transportaban. Leer un libro mientras estaba en pleno viaje de heroína era como una odisea. Tenía una biblioteca llena, de la que jamás sacaría un libro para vender.
Cuando cobraba la pensión por haber quedado huérfano, arrancaba las hojas de una biblia y armaba unos porros gigantescos que duraban un día o dos. Así, por lo menos, podría dormir en paz cuando la ansiedad era la reina del hogar, y el farmacéutico se negaba a venderle clonazepam, pues había descubierto que las recetas que éste llevaba eran falsas.
Su cuerpo, del que se veían las costillas, era débil y frágil; sin embargo, podía correr como los mejores cuando tenía problemas en la calle por las drogas.
Llegó un momento en el que la pensión no soportaba el gasto del monoambiente junto con el de los vicios, entonces llegó la carta del desalojo, luego de varios meses sin pagar. Recibió varias citaciones, que quemaba en un tanque de metal que usaba para calentarse en invierno, pues no había calefacción.
Llegó el día del desalojo, entonces se preparó. Había vaciado la biblioteca la noche anterior, y la puso contra la puerta, como barricada. La volvió a llenar con los libros para que fuera más pesada. Corrió el tanque tibio y también lo juntó a la biblioteca, estaba lleno de carbón y era muy pesado.
Se había provisto de bebida y heroína para la ocasión. No quería que las ratas del desalojo le quitaran lo suyo, entonces lo decidió. Empezó a beber como desayuno, terminando una botella de vodka barato a la hora de haberla empezado. Luego bebió medio litro de ron, como pudo. Preparó su brazo, aprontó la jeringa, apretó la goma en su brazo para notar bien las venas.
Llenó la jeringa hasta lo último, era particularmente grande. Entonces fue hacia la ventana, que estaba cerrada, dio una mirada al panorama de la triste ciudad en la que vivía y se inyectó. El éxtasis producido fue tan glorioso que cayó hacia adelante, rompiendo el vidrio con su cabeza, y con la mitad de su cuerpo caído sobre el marco de la ventana, sobre el que había restos de vidrio, que lo cortaron mil veces.
Sintió que se iba yendo, subía.
Su cadáver no lo saludó, pero qué importaba, ¡si era libre al fin!
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Desde lo alto se ve mejor
KurzgeschichtenUna serie de personas, historias y circunstancias.