El sol se escondía tras la mata de edificios que cubría la ciudad, mientras Marina miraba la puesta desde la terraza. El edificio tenía diez pisos, y ella, con su cámara, intentaba sacar una buena foto de la ciudad al atardecer con aquella vista privilegiada. Tenía que ser buena.
Cuando hubo sacado varias y el lucero ya se asomaba, se sumió en sus pensamientos y dejó la cámara a un lado. Se sentó entonces en la cornisa y miró el panorama que le ofrecía la ciudad, que comenzaba a prender sus luces y las luces de los autos dibujaban figuras efímeras.
Sus ojos, posados en la nada, dejaban de distinguir lo que la rodeaba. La botella bajaba lentamente, y el viento hacía que en su pelo largo, suave y lacio se dibujasen figuras. Había que sacar valor para sentarse en la cornisa de la terraza del techo de un edificio de diez pisos, y aquello que ella bebía, en efecto, le daba ese valor.
Se levantó y comenzó a caminar por el borde, sin tambalearse. Parecía que la bebida no afectaba su equilibrio. La cámara apuntaba casi hacia donde ella estaba. Miró hacia abajo. No había obstáculos más que su propia voluntad.
Caminó más, y la cámara la apuntó de lleno, se había activado solo el disparador automático y tomó la foto: Marina, parada sobre la cornisa, con su pelo negro azabache volando libremente. Su vestido floreado de entrecasa, sus zapatillas, sus pantorrillas blancas como el papel.
Se disparó el flash. Marina saltó.
* * *
Despertó durante unos minutos, preguntando por su cámara, con sus huesos destrozados. Pudo ver las fotos. Cerró los ojos, ese obturador ya no se abriría más.
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Desde lo alto se ve mejor
Historia CortaUna serie de personas, historias y circunstancias.