Tronar

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La habitación oscura. La mesa desordenada, la botella caída, el cenicero lleno y el vaso de whisky aguado. La mano sobre la frente sudada y el codo en la rodilla, dejando caer el pelo, demasiado prolijo para el panorama. El sillón, con salpicaduras de ginebra y cenizas, era nuevo. había libros esparcidos por el suelo

- "¡No, no! ¡No cruces!"

Esa voz resonaba en su cabeza como si tuviera un megáfono en el oído.

- ¡BUM!

De repente sus oídos se ensordecieron y no podía escuchar ni sus propios pensamientos. ¿Tendría la mente en blanco? Recordó entonces, después de volver a la normalidad, el accidente. Su hija pequeña, de diez años, había sido arrollada por un vehículo de enormes proporciones: tanto fue así, que el crujido de los huesos de la niña se escuchó en cada rueda que le pasó por encima.

Una lágrima corrió por la mejilla de Alberto. Su esposa y su otra hija, de veinte, habían ido de viaje a pasar una semana en el campo. Ellas también temblaban de dolor cuando pensaban en aquella memoria nefasta, pero no se acercaba a lo que aquel sentía.

Después del incidente, Alberto estuvo internado en una clínica psiquiátrica durante dos meses debido a una psicosis aguda que el hecho desencadenó; no reconocía a su esposa ni a su hija, olvidaba fugazmente cada recuerdo que se le venía a la cabeza. Su mente, efectivamente, se quedaba en blanco. Con ayuda psicológica y psicofármacos pudo salir de ese lugar, controlado y casi normal, más allá del duelo, que es natural.

Cuando el accidente, Mariana tenía diez años, la misma edad que Fátima; eran gemelas.

Entonces la historia sucede diez años después de la muerte de Fátima. Diez penosos años, en los que la vida de Alberto se redujo a trabajar en un depósito oscuro y lleno de ratas, la de Irene a atender un puesto de verduras, y la de Mariana a estudiar y vagar sola por los sucios corredores de un liceo de la periferia.

En lo que respecta a Mariana, sus padres intentaron darle todo lo que pudieron, no sólo en lo material. Pero ni siquiera eso bastó como para frenar ni un poco la depresión profunda en la que Mariana estaba sumergida, casi sin salvación. Casi.

Mientras Alberto estaba solo en la casa, borracho casi hasta desmayarse, Irene y Mariana daban un paseo nocturno a la luz de la luna, en un campo verde donde pastaban vacas. Ninguna profería palabra alguna. Volvieron. Ya habían cenado y cada una se acostó en una cama, se dijeron "buenas noches" y se dispusieron a dormir. Irene cayó enseguida. Mariana no cerró los ojos en toda la noche, sentía... no, más bien sabía que algo no iba bien.

Al amanecer, Alberto despertó en el suelo. No recordaba la noche anterior, y no pensaba hacerlo. Iba a estar solo una semana entera, y eso iba a ser difícil. La resaca era brutal, así que tampoco importaba la semana. Se dedicaría a trabajar, ir al boliche y volver a casa.

Las tres noches que sucedieron a la primera fueron exactamente iguales. Una borrachera feroz, una chimenea de humo de tabaco y libros a medio leer por el suelo. Pero la quinta noche fue distinta. Fue peor.

Mariana salió sola esa noche, ya que Irene prefirió quedarse a leer en el rancho, entonces encontró un árbol enorme y se sentó en sus raíces. Se quedó pensando sobre lo lejos que se encontraba su padre, y automáticamente Fátima se apareció delante de ella, como un fantasma. Una Fátima crecida, de veinte años, idéntica a ella, sólo que tenía el pelo más largo. Le tendió la mano y Mariana, con los ojos bien abiertos, la tomó. Caminaron por un bosque nativo hasta un claro, donde la luz resplandecía sobre el pasto húmedo por el rocío de la noche. Se miraron a los ojos, se reconocieron, se sabían ellas mismas. Lo único que no compartían era el mundo.

Fátima visitó a Alberto esa misma noche y a la misma hora. Estaba en dos lugares a la vez, la muerte te da esas ventajas. Alberto reconoció enseguida que no se trataba de Mariana. Tampoco hablaron.

Padre e hija comprendieron al mismo tiempo, en lugares distintos, que era hora de reencontrarse con Fátima, costara lo que costara.

Cuando Fátima hubo desaparecido, Mariana ataba una cuerda a un árbol mientras su madre dormía. Inocente Irene. Alberto fue hacia el sótano a buscar su revólver. Lo cargó y nunca le tembló la mano, a pesar de la borrachera que tenía.

La claridad del campo dejó el paso a unas nubes negras. se veían relámpagos por todos lados. Mariana colocó cuidadosamente la cuerda sobre su cuello, mientras que Alberto ponía el revólver en su sien. Fue al unísono.

El trueno, el crujido del cuello de Mariana y el disparo de Alberto sucedieron exactamente a la misma vez. Se reencontraron con Fátima, por fin, después de diez años de ausencia dolorosa. Pero faltaba algo...

Visitaron entonces a Irene en sueños, le hablaron. No mencionaron lo que había sucedido, ni Irene lo imaginó. Sólo se aparecieron sonrientes frente a ella, como una familia feliz.

Al otro día, Irene comprendió que algo no andaba bien. Mariana no había vuelto del campo, entonces corrió y salió a buscarla. No la encontró sino hasta dos horas después, cayendo desmayada ante la escena escabrosa que se le presentaba ante sus ojos.

Luego de todo el rollo policial y de que se hubiesen llevado el cuerpo de Mariana, a Irene se le dio permiso para volver a su casa. Lo que encontró al llegar la deshizo por completo. Trozos de cerebro, cráneo y sangre pegados contra la pared, el revólver en la mano del cadáver y ninguna carta. Pateando botellas corrió hasta el cuerpo muerto de su marido y quiso quitar el revólver de su mano, pero no se atrevió. Entonces se le apareció Fátima sola. Tampoco intercambiaron palabra alguna. También Irene la reconoció como Fátima y no como una visión reciente de Mariana, cuyo cadáver estaba siendo examinado por las autoridades. Por fin entendió.

Caminó hacia el botiquín y encontró la medicación de Alberto. Había pastillas suficientes como para dormir al Ejército Rojo. Variedad de pastillas en su boca iban tomando camino, casi atragantándola. Era un espectáculo de colores de fantasía de las cápsulas, comprimidos y fármacos en gotas.

Antes de que ese cóctel molotov de fármacos hiciera efecto, se acostó en su lado de la cama y sonrió.

Cerró los ojos.

Fátima y Mariana estaban de la mano, con Alberto detrás, que tenía las manos sobre los hombros de sus hijas. Todos sonreían. Irene corrió con lágrimas de felicidad en los ojos y se fundieron los cuatro en un abrazo. 

Se perdieron todos en el éter; Irene ya había llegado a la otra orilla.

Desde lo alto se ve mejorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora