Capítulo 1.

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Capítulo 1.

Faltaban cinco minutos todavía para que el tren llegase a la estación. Al menos eso anunciaban los amplios panales suspendidos sobre la oficina de compra de tickets.

Decenas de personas se agolpaban en la ventanilla, enloquecidos por lograr comprar el billete que les permitiría coger un tren que estaba a punto de llegar. Incluso una chica se había puesto a berrear armando tal alboroto que la pobre y huesuda mujer al otro lado del vidrio parecía a punto de sufrir un infarto por el estrés.

«Patético.»

Palmeé la cartera con el billete que había conseguido semanas atrás y me giré arrastrando la maleta azul que me acompañaba. Las ruedas de plástico chirriaron sobre el suelo del andén y el traqueteo de las mismas me precedió entre la aglomeración de gente que frecuentaba la estación.

Mordiéndome los labios con nerviosismo avancé chocando entre la gente que no se molestaba un mostrar una pizca de decencia, buscaba a mis padres que deberían haberse presentado hacía veintisiete segundos bajo los pintados números del andén 5.

Me encargué de ajustar el tiempo de despedidas por algo, no me podía creer que se lo hubiesen saltado a la ligera. Molesta me apoyé en la pared dejando la maleta a mi lado y mirando intermitentemente el anuncio de los trenes y la marea de personas.

—¡Clarisaaa!

El aullido de mi madre me impulsó fuera de los cálculos que organizaban mi llegada para buscarla entre la gente. Achiné los ojos cuando distinguí al bulto rosa con tirabuzones pelirrojos que era mi madre. Pegados a sus talones avanzaban mi padre y Arthur, mi hermano pequeño.

Este últimos traía cara de pocos amigos y la mandíbula se le desencajaba de sueño. A diferencia de mi madre que se apresuró a estrujarme entre sus poderosos brazos me observó con resentimiento.

Correspondí al efusivo abrazo limitándome a pasar las manos por su cintura y esperando que se descargara contra mi hombro en espasmódicos hipidos.

—Hola, mamá — murmuré con voz ahogada, resultado del hundimiento de mis costillas debido a la presión que la mujer ejercía sobre ellas. —Si no me sueltas ahora moriré de asfixia.

—¡Lo siento! —Farfulló.

Sin embargo no se movió ni tampoco aflojó la magnitud de la fuerza que me robaba el aliento. Miré a mi padre en busca de ayuda. Joder, les iba a echar de menos, pero ese no era motivo para que planeasen asesinarme sin oportunidad de emanciparme.

—Molly, cielo. Suéltala.

El hombre depositó una mano sobre el hombro de su mujer para apartarla suavemente de mí. Respiré roncamente sonriendo. Tenía un reguero de lágrimas cruzándome el hombro hasta el pecho . Sostuve las manos de mi madre con una sonrisa.

—Mamá, sabes que es muy importante para mí. Iré a visitaros todos los puentes y en las vacaciones de Navidad ya estaré en casa. Verás como se te pasa más rápido de lo que crees. Además —Miré burlonamente a mi hermano —siempre te queda Arthur.

Ella asintió sonándose ruidosamente en un pañuelo bordado.

Tamborileé los dedos sobre el asa de la maleta con impaciencia. Dos minutos para mi nueva vida. En vez de tristeza y pánico sentía una expectación nerviosa.

—Nos llamarás cuando llegues, ¿verdad?

—Todos los miércoles y domingos a las nueve y treinta y cinco de la tarde.— les recordé con tranquilidad.

Molly Collins asintió pasando las manos por mis mejillas, borrando unas lágrimas que no llegué a derramar. Aplasté la mejilla contra su mano y un suspiro involuntario se me escapó. Me permití cerrar los ojos y dejar que los miedos infantiles de separarse de una madre me engarbasen.

La tentación de colgarme de la falda de la seguridad fue intensa durante el lapso de tiempo en el que mantuvo los ojos cerrados.

Nada más abrirlos todo pasó y con renovada energía tiré del equipaje.

Un minuto.

—Tengo que embarcar. —murmuré revisando el reloj.

Antes de que pudiese moverme para iniciar la despedida de mis otros dos seres queridos mi madre me besó cuatro veces cada mejilla. Mi padre se limitó a abrazarme fuertemente durante un par de segundos y Arthur me sacó la lengua cuando le revolví el pelo.

—¡Os quiero!

Sacudí la mano por encima de la cabeza antes de echar a correr con la maleta dando tumbos tras de mí. Apenas tardé medio minuto en depositarla y subirme al tren. Con la única compañía del bolso colgando del hombro tomé asiento en los forrados asientos del vagón. Apoyé la cabeza en el cristal a tiempo de ver a mi familia aguardando en el andén. Sonreí aunque no me viesen y esperé a perderles de vista cuando el tren se puso en marchara para moverme.

Deposité el bolso a mis pies y subí los mismos al asiento cerrando con fuerza los ojos. No tenía nada que hacer más que organizar futuros planes.

Tenía dos libros en el bolso junto al reproductor con la selección de las cincuenta mejores canciones que a mi parecer encajarían con un viaje de la envergadura de aquel. Sin ánimos sin embargo vagué por el nutrido y cuadriculado mundo interior que se tejía en el interior de mi cabeza.

En un momento dado me cansé demasiado de no hacer nada y rescaté el pequeño diario que me acompañaba desde que tenía trece años. Comencé a rasgar la superficie del papel con un bolígrafo trazando líneas con estadísticas. Era un día sumamente importante, de hecho dudaba que otro en los pasados dieciocho años pudiese igualar la magnitud de mis acciones en aquel plazo de veinticuatro horas.

Situé todo lo malo en un lado y lo positivo en otro en un intento de relajarme. En el asiento de al lado un chico de espeso cabello castaño había comenzado a tamborilear con unas varillas el cristal. Me giré hacia él con curiosidad. Debía ser un par de años mayor que yo y parecía muy devoto a la tarea de marcar un ritmo con lo que parecían ser lápices.

Lo contemplé durante unos segundos sin percatarme de que no estaba solo, el restante de asientos estaban ocupados por dos chicos más. Uno de un llamativo peinado multicolor que descansaba con la cabeza contra la ventana y la boca entreabierta. Dormía tan plácidamente que contrastaba con el escándalo que su compañero generaba junto a él. El otro sin embargo simplemente jugaba con un cubo de rubick.

Me incliné un poco para aumentar el campo de visión y ver si el asiento que se me escapaba estaba ocupado. Una completa irresponsabilidad por mi parte. El tren frenó al llegar a la siguiente parado con la terrible consecuencia de involucrarme en la inercia de la acción.

Me resbalé hacia delante, golpeándome con la cabeza en el asiento delantero y creando un estruendo que difícilmente podría haber pasado desapercibido para el resto de pasajeros del vagón.

Para colmo la libreta escapó de mi control rodando contra el suelo.

Una libreta que fue a parar a la bota de un chico que acababa de hacer acto de presencia en el pasillo. Me sobé la frente con el dorso de la mano mirando fijamente aquella bota con la certeza de tener, al menos, la atención de medio vagón.

Y así es como inició el día más importante de mi vida.

Con mi primer y escandalosa metedura de pata.

Bravo, Clary.

Bravo, Clary

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