Prólogo

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Esta historia no empezará desde el principio, no, comenzará cuando nuestra presencia irrumpió en ella y repercutió para siempre en las nuestras. Justo en el momento donde la vida nos dio ese golpe que jamás superaríamos. Pero yo soy de esas personas que creen que la esperanza es lo último que se pierde, porque «¿quién sabe?» esta misma podría ser la única que nos ayude a conseguir nuestro propósito: descubrir la verdad y por fin dejar todo esto atrás.

Confuso, ¿verdad?

Sólo necesito remontarme a ese día para que cobre sentido.

El día donde hace ya bastantes años yo, una pequeña asustadiza de diez años, yacía en el asiento trasero de aquel '4x4' completamente ajena a lo que se avecinaba. Preocupada simplemente por el incremento considerable de la velocidad de aquel vehículo en los últimos minutos. El que conducía parecía estar al borde de un ataque de nervios y yo no sabía cómo reaccionar, sólo sabía que tenía miedo, mucho miedo.

-Nathan, mi hija va sentada ahí atrás. Haz el favor de reducir la velocidad -le escuché decir a mi padre, que iba de copiloto, bastante alterado por la actitud del otro.

-No tenemos tiempo. No tenemos ni la ínfima oportunidad si aminoro la marcha -le respondió el susodicho y se giró un poco para mirarlo de reojos de vez en cuando-. Charles, estamos apunto de conseguirlo. Vamos a hacer historia, ¿lo entiendes?

-No, yo ya no lo entiendo. Hace muchísimo tiempo que me perdí, Nathan. Todo esto se nos ha ido de las manos por ambicionar más de lo que ya teníamos -tragó duro-, por el maldito dinero.

-Ya no se trata de dinero -se intentó explicar Nathan-. ¿Te imaginas la repercusión cuando esto salga a la luz? Seremos héroes, Charles, ¡hé-ro-es!

-Maldito seas tú y tus delirios de grandeza. ¿Nos nos hemos manchado ya bastante las manos?

-Por eso debemos terminar lo que empezamos, por todo lo que hemos sacrificado para conseguirlo -volvió su mirada al frente como intentando entender la repentina negativa del otro-. Venga, amigo, no seas imbécil y céntrate -su tono cambió de repente, automatizado-. Es demasiado tarde para lamentarte, lavarte las manos y culparme de todo. Estás metido hasta el fondo como yo, no lo olvides.

-No estoy eludiendo mis responsabilidades, soy tan culpable como tú. Simplemente te digo que estamos a tiempo de parar todo esto antes de...

-¿Antes de qué, Charles? ¿Antes de que logremos lo que ambos hemos ansiado por casi diez años? ¿Estás loco? -se giró una sola vez hacia atrás clavándome los ojos, lo suficiente para que se me helara la sangre, y después de ponerlos de nuevo en la carretera recuperó una extraña calma diciéndome-, temblar como un pollito no sirve de nada, tu padre y tú no sabéis canalizar las emociones. Utilizadlas para algo más productivo como enfrentar el miedo y romperle la cara.

-Nathan, no la metas en esto.

-¿Qué? ¿No la has metido tú mismo? Dejemos la hipocresía para otros, además, es lo que siempre le digo a mi hijo. Si les ocultas la cruda realidad terminan teniéndole miedo a la vida, igual que tú.

-Algún día lamentarás todo esto, yo ya estoy haciéndolo -en ese entonces se volvió hacia mí, algo que agradecí enormemente porque su amigo había hurgado en lo más profundo de mi alma para marcarla de por vida. Lo más extraño es que en la actualidad estoy siendo fiel a su consejo-. Cariño, estate tranquila, no pasa nada. Te prometo que pronto terminará todo.

-Deja de mentirle, Charles. Esto sólo acaba de empezar.

Incluso ahora me sigue pareciendo bastante irónico que tuviera razón aquel perverso hombre.

Nuestra pesadilla acababa de empezar.

Al llegar a nuestro destino no pude evitar mirar por la ventana a mi derecha y ver aquel hombre correr con un arma en la mano. Me habría fijado aún más en la escena si no hubiera sido por el fuerte frenazo que me hizo rebotar como un muñeco en mi asiento. Di gracias al cinturón de seguridad que en aquel momento me salvó de salir disparada hacia delante. Nathan salió endemoniado del coche y mi padre salió corriendo detrás, no sin antes advertirme que me quedara en el coche. Por supuesto que no obedecí, era una cría de diez años y no era como si aquello se viera todos los días, tenía que aprovechar la oportunidad e ir tras ellos haciendo todo lo posible para que nadie se percatara de mi presencia.

Después de llegar escondiéndome entre la maleza, miré hacia donde todos estaban. Mi padre se hallaba detrás de Nathan susurrándole algo alejados de los demás, estos últimos eran ajenos a ellos y escuchaban atentos a la criatura. Yo al querer escuchar mejor lo que se decía, me adelanté a los dos adultos sin que me vieran, me incliné más hacia delante y no vi el pequeño terraplén por el que terminé cayendo hasta posicionarme justo a la izquierda de todos aquellos muchachos. Por suerte sólo me hice rozaduras leves y al parecer nadie se dio cuenta de que estaba allí, excepto por aquel ser. Aquel que sin parar de hablarle a los chicos me miraba fijamente. No supe cómo evitar su mirada, no podía pensar. Lo único que sentí fue una fuerte burbuja que me envolvió. Y justo después mi padre apareció de la nada tapándome la boca con su mano y me cargó en su hombro, haciendo el menor ruido posible. Mientras iba rebotando en su espalda pude reconocer a uno de los muchachos, al hijo de Nathan entre todos los demás, el chico que alguna que otra vez se había sentado conmigo en el espeluznante sitio donde nuestros padres trabajaban. Vi como miraba de refilón en nuestra dirección pero aún ahora me pregunto si en realidad llegó a reconocerme en la posición en la que iba.

-Te dije que te quedaras en el coche, maldita sea -espetó mi padre mientras me ponía de nuevo el cinturón.

En un suspiro ya se estaba poniendo su propio cinturón en el asiento del conductor, arrancando el coche y girando para irnos por donde vinimos. Sin Nathan.

-L-lo siento -tartamudeé, su tono me había asustado bastante-, yo sólo...

Él lo notó y se arrepintió enseguida. Cambió completamente su semblante antes de hablarme.

-No, cariño, lo siento yo. Perdona por ponerme así -se giró hacia mí por unos segundos antes de volver la vista a la carretera-. De hoy en adelante se acabaron los viajes y las horas de trabajo extra. Voy a compensarte todo el tiempo que he estado lejos de ti. Te lo prometo.

Eso último fue exactamente lo que me había dicho mi madre en la cama del hospital días antes de dejarnos.

-Papá, me estás asustando más.

-Tranquila, mi vida. Sólo me acabo de dar cuenta que no estoy cumpliendo la promesa que le hice a tu madre, ¿lo entiendes?

-Lo entiendo -suspiré dejando que mi ahora nebulosa mente se relajara-. ¿De verdad que vas a estar conmigo siempre?

-Te lo prometo, a partir de ahora voy a estar contigo para siempre.

Sí, todo eso fue muy bonito las primeras semanas. Cambiamos de país, de idioma y de costumbres. Pero ese "para siempre" fue tan efímero como mi felicidad.

Un par de meses después me encontraba llorando frente a su lápida junto a gente desconocida que me decía que una nueva familia cuidaría de mí, que me acogerían sin importarles mi pasado ni mi desgracia. Este día se quedaría clavado en mi corazón al igual que aquellos ojos conocidos que vi mirándome a lo lejos en el cementerio. Esa mirada me hizo comprender que la felicidad no me la había arrebatado un trágico accidente, si no que fue una persona sin alma. Me prometí entonces que hasta que no supiera la verdad y el dueño de aquellos ojos pagara por lo que nos quitó, yo no podría volver a vivir de nuevo. Se lo debía a mi padre y a mí misma.

MonstruoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora