LOS SCOWRERS: 1- El hombre

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  Era el 4 de febrero del año 1875. Había habido un severo invierno, y la nieve yacía profundamente en los desfiladeros de las Gilmerton Mountains. Los arados a vapor habían, sin embargo, mantenido los rieles abiertos, y el tren de la tarde que conecta la larga línea de campamentos de minería de carbón y extracción de hierro estaba lentamente sonando en su camino por las empinadas pendientes que llevan de Stagville en la planicie a Vermissa, el municipio central que permanece a la cabeza de Vermissa Valley. Desde este punto el camino desciende a Bartons Crossing, Helmdale, y el puramente agrícola condado de Merton. Era un riel con una sola ruta; pero a cada desviador, y eran numerosos, largas líneas de camiones llenos de carbón y mineral de hierro hablaba de la riqueza escondida que había traído una vigorosa población y una vida trajinante a la más desolada esquina de los Estados Unidos de América. ¡Realmente era desolado! Poco podía el pequeño pionero que lo haya atravesado imaginar que las más despejadas praderas y las dehesas de la más lozana agua no tenían valor comparadas con esta sombría tierra de despeñaderos y enmarañados bosques. Sobre los oscuros y comúnmente escasos sotos en sus flancos, las altas, desnudas cimas de las montañas, blanca nieve, y melladas rocas descolladas a cada lado, dejaban un largo, rico en minerales y sinuoso valle en el centro. Encima de éste el pequeño tren se arrastraba lentamente. Las lámparas de aceite recién se habían encendido en el primer vagón de pasajeros, gastado carro en el que unas veinte o treinta personas estaban sentadas.

La mayoría de estos eran obreros retornando de su faena del día en la parte baja del valle. Por lo menos una docena, por sus sonrientes rostros y las linternas de seguridad que portaban, dijeron ser mineros. Estos se sentaron a fumar en un grupo y conversaron a baja voz, mirando ocasionalmente a dos hombres en el lado opuesto del carro, cuyos uniformes y medallas les anunciaban que eran policías. Varias mujeres de la clase proletaria y uno o dos viajeros quienes pudieran haber sido locales pequeños tenderos hacían el resto de la compañía, con la excepción de un joven hombre en la esquina solo. Es este hombre el que nos concierne. Denle una buena vista, pues vale la pena hacerlo. Es un hombre joven, robusto y de estatura mediana, no lejos, uno diría, de su trigésimo año. Tenía grandes, sagaces y graciosos ojos que parpadeaban interrogantemente mientras miraba de rato en rato a través de sus anteojos a la gente a su alrededor. Es fácil ver que es de un sociable y posiblemente simple disposición, ansioso por ser amistoso a todos los hombres. Cualquiera lo cogería en un instante porque es gregario en sus hábitos y comunicativo en su naturaleza, con una rápida inteligencia y una sonrisa lista. Y aún así el hombre que lo estudie más de cerca podría distinguir una cierta firmeza en la mandíbula y fiera tensión en los labios, que le advertirían que habían profundidades en su más allá, y que este agradable, de cabellos marrones, joven irlandés podría concebiblemente dejar su marca para bien o para mal en cualquier sociedad en que sea introducido.

Teniendo uno o dos tentativos comentarios con el minero más próximo, y recibiendo sólo cortas y ásperas réplicas, el viajero se resignó al silencio incompatible, observando melancólicamente a fuera de la ventana al marchito paisaje. No era un alegre prospecto. A través de la creciente lobreguez ahí latía el rojo centelleo de los caloríferos en los lados de las colinas. Grandes pilas de basura y montones de carbón se destacaban a cada flanco, con las altas bocas de las hulleras dominando sobre ellas. Agrupados conjuntos de humildes casas de madera, cuyas ventanas comenzaban a delinearse en la luz, comenzaban a esparcirse aquí y allá a lo largo del riel, y los frecuentes paraderos estaban aglomerados con sus atezados habitantes.

Los valles de hierro y del carbón del distrito de Vermissa no eran refugio para los holgazanes o los letrados. En todas partes habían severos signos de la cruda batalla de la vida, el duro trabajo para ser hecho, y los rudos, fuertes obreros que lo hacían.

El joven peregrino clavó su mirada en este tétrico campo con el rostro de repulsión mezclado con interés, que le mostraba que el escenario era nuevo para él. En los intervalos sacaba de su bolsillo una gruesa carta por la cual acudía, y en cuyos márgenes había garabateado algunas notas.

El Valle del Terror - "Sherlock Holmes"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora