Capitulo 1: La farsa.

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La gran academia de paladines de la ciudad de Rosa Blanca. Una estructura fabricada con grandes lozas de cantera tallada y adornada con imágenes de mármol de gestas famosas y heroicas de aquellos titanes de antaño, que con sus hazañas plagadas de esfuerzo y valor, inspiraron a las sociedades en la reproducción de la cultura a través de la renuncia, la defensa de los débiles, y el ejemplo como enseñanza del deber inmanentemente valioso. Ese cuasi castillo con puertas de finas maderas labradas, cuyas imágenes muestran, el icono enaltecido en tabernas de la espada sagrada que sólo puede ser enarbolada por aquel, que siendo puro de alma, sea bendecido e iluminado por la verdad eterna de las deidades, de las cuales, es el paladín la herramienta por excelencia, para disipar las penumbras, llevar justicia y rectitud, allá donde los tiranos, con puño de hierro, intentan someter a los necesitados. Esa estructura con finos vidrios, cuyas pinturas dibujan con no menos hermoso arte, a ese icono divino, cubierto por una lluvia de rosas blancas simbolizando la pureza de corazón del bendecido, y que a la postre, dan nombre a la ciudad. Esa estructura, aunque bella y costosa, era una gran farsa.
Pensamientos como éste no eran ajenos a los habitantes, quienes murmuraban en los patios, azoteas, jardines, plazuelas, posadas y tabernas las debilidades inherentes a la institución.
Sir Makhenhall luchaba constantemente contra el rumor, éste férreo hombre había entrado cuándo tenía 12 años a la academia de paladines. Esos ayeres cuando aún era un joven noble, inexperto, crédulo, y creyente de la fe de Lorpelos, deidad del astro candente. Pequeño soñador que se inspiraba en las gestas de los héroes que alimentaban su imaginación por medio de los libros, los cuentos parentales, y las narrativas de fogata. Que pasaba su tiempo de holgura, esperando el ocaso a espaldas del templo de su Dios rector admirando los vidrios, cuyos grabados emulaban una épica batalla, que en su mente hacía suya, imaginándose enarbolando la espada de la luz divina...sueños que el tiempo de manera caprichosa mostraba cercanos en su lejanía bajo la sentencia de la realidad que le desmentía en su amargura.
Él que había pasado tantas horas orando fervientemente, que soportó las sesiones infernales de entrenamiento militar de Sir Atillonius, el sádico; él que estudió la religión propia a fondo, y era versado en el conocimiento general de otras muchas; él que había partido con un grupo de novatos a quienes dirigía en primera misión, apenas a los 17 años, para someter con éxito a los bandidos salteadores que atacaban las carretas del noble y millonario Lord Apodiciles, de cuya heroica empresa ganó fama y renombre permitiéndole escalar los rangos con facilidad; él que se había mantenido sobrio y humilde, que ayudaba a los menesterosos, ancianas y a cualquiera, fuese animal o persona que requiriese auxilio; él que todas las noches agradecía la oportunidad de la vida; él que a sus escasos 25 años de edad fue condecorado y elevado al rango de capitán y líder de la academia de paladines, y cuyas acciones impedían que la academia fuese considerada abiertamente como una farsa por los servicios dispensados a las ciudades aledañas y a los propios ciudadanos; él, si ¡él!... no había manifestado poder divino alguno.
Era como si el gran Lorpelos jamás escuchase sus plegarias, como si lo hecho no fuera suficiente, como si los dioses rieran al unisono con sus peticiones y promesas, pero no, ¡no debía pensar así!... pero era tan débil, el desvío mental era tan fácil, y él humano. Además...no podía sentir a su deidad como los libros viejos y desgastados afirmaban que pasaba a los dignos. ¿Sería acaso considerado indigno? Todo ésto le horrorizaba y le sacaba de su estupor en cuanto devenía consciente de su falta de fe, mas aún, era motivo de la más severa auto reprimenda, que se propinaba fuertemente con un grueso cordel de cuero húmedo en las espaldas.
Ésto lo hacia repetidamente y hasta sangrar. El dolor le hacía olvidar sus dudas y la amargura mezclada con aparente felicidad cuando alguno de los paladines de la academia, cuyas acciones podían no ser tan rectas como él consideraba las propias, manifestaban lo que los más sabios consideraban el haber sido tocados por los dioses. Esto último era realmente muy raro de ver, y de hecho a él no le había tocado atestiguar nada parecido, solo que la más de las veces sólo eran sueños inducidos por las fantasías de los fanáticos o la ebriedad nada extraña en las filas de guerreros, culpa del alcohol. Al final estos desmentidos eran acallados y se daba el rango de Paladines a los implicados.
Pero estas posibles, extrañas manifestaciones también impedían que el cesara en sus intentos, pues era cierto que hubo paladines de verdad, ¡así lo decían los libros sagrados! Seres bendecidos y con evidente magia, lo que no dejaba duda del poder celeste que los soportaba. Hombres capaces de sanar heridas sin recurrir a otra cosa que un rezo, capaces de derribar a un demonio, por sí solos, con un golpe de su espada y sin ejército de apoyo, de lanzar hechizos por medio de una simple oración. Los hombres de leyenda eran innegables, pero ¿por qué había registros de que salían de la nada, y no de la academia que estaba dedicada a ello? Esta verdad era innegable también, aunque secreta para las masas y en lo profundo le dolía. Le incapacitaba para rezar porque se sabía indigno, hipócrita.
Ante la falta de motivación solo el flagelo podía propiciarle un hálito de esperanza por recobrar su dignidad. Ya con 41 años y consternado por las desazones de su recorrido, volvióse serio y adusto. Su larga barba teñida de blanco y su expresión sombría le hacían ver más viejo de lo que realmente era ya que su viril y muscular porte se escondían en la armadura blanca de bronce con dejos de oro y plata; midiendo un metro y 75 centímetros no era para la milicia ni alto ni bajo, y eso jamás le importunó, porque lo que no tenía de altura lo ganaba en gallardía, aunque el trabajo de escritorio de los últimos años llenos de responsabilidades, problemas y desazones le hubiesen encorvado poco a poco.
La edad y los golpes de la vida que decidió llevar le hacían ver de tanto en tanto, la progresiva marcha del tiempo por su ser, pisoteándole, recordándole, y acusándole la finitud, una finitud sin posible vida ulterior. Evidencia acusada por el silencio a sus plegarias y el fracaso rotundo de su gran éxito en la vida. Por ello, de no beber ni gota de alcohol, poco a poco, fue cediendo a su alegre sabor, en veces para ayudarse a olvidar sus penas, ora para atender asuntos con las altas cúpulas del poder, y las más de las veces para aliviar el dolor óseo en las frías noches invernales, dónde la chimenea y su avejentada constitución, nada podían contra los colmillos gélidos de la estación. ¡Más evidencia de su finitud!
Fue entonces que corrieron los rumores de la grieta en Nam, y que le llegó la deteriorada nota de apoyo. El bebía entonces, su escritorio plagado de notas e informes, su tintero lleno, la pluma sin rastro de tinta. ¿Por qué detener sus cavilaciones nocturnas para interpretar una nota humedecida por la lluvia, cuya tinta corrida y sello denotaban provenir de Nam?
-horrenda ciudad gobernada por magos!- refunfuñó.
-¿Habrá seres más codiciosos y ávidos de recursos?
Para Makhenhall no había distingo entre un ratero y un mago, ambos sabandijas deseantes de poder y gloria, ninguno tenía reparos en robar, los unos para no trabajar, y los otros para detentar los conocimientos e investigaciones que no les eran propias, pero que presumían nacidas de su ingenio. Con una mueca de sórdida alegría dijo:
-Bien, quizá si había diferencia, una rata se sabe pobre e ignorante y otra se cree culta, además de ser orgullosa y pretenciosa. No pensemos más en ello - Cogiendo un pergamino con las debidas formalidades hechas de antemano por un escriba, y eligiendo al azar de entre los expedientes de novatos, se propuso terminar la comanda con lo primero que saliera a su embriagado ingenio, así podría seguir con sus meditaciones y apurar el resto de la botella. Una sonrisa dibujo en su rostro.
- Después de todo esta elección a ciegas es un acto de Fe.-
Firmó el documento, lo metió en un sobre, calentó la cera y lo selló con la marca de su anillo.
-¡Id maldito Traben! -.
Puso la nota en la bandeja del escriba y se dispuso a contemplar la lluvia. Ese era su momento, su espacio. Él y la botella.

Infierno sobre la tierraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora