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Cada tarde vengo y me siento frente al mar.

A eso de las seis en punto, las olas ya están pegando en la costa, alborotadas, creando espuma con prontitud.

Cuando me acerco, al fin, con mi cuaderno de dibujos en mano, la marea sube buscando mis pies descalzos, pues el océano está desesperado, desesperado por que vaya a hablarle sobre ti.

Fue tan constante mi rutina de ir a recitarle a los cuatro vientos los poemas que escribía contigo en mente, que terminó extrañándote.

Así que ahora, ahí me ves. Completamente sola, en la playa, durante el anaranjado atardecer, con el corazón a mil por hora por recordarte, con las mejillas ruborizadas, enseñándole al mar sobre poesía, o más bien, él a mi.

Tengo la certeza de que el Océano se ha convertido en mi compinche. Con la misma cólera que tú provocas, con esa necesidad de estar oyendo tu nombre, con los mismos males y la misma melancolía, resultado del amor.

Y con todo el dolor que esto conlleva, el mar es dichoso de estar enamorado de alguien como tú.

DESTROYADonde viven las historias. Descúbrelo ahora