Capítulo 2

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"(...) Pero, ¿casarte? Elina Carson, ¿en qué estabas pensando? Sé que es una broma, solo puede ser eso. Porque tú eres mía. Porque cada fibra de tu ser me pertenece... porque yo soy tuyo. ¿Recuerdas? Únicamente tuyo... Lina, dime que no es cierto."

Carta no enviada de Devlin a Elina, después de saber de su boda.



Devlin había vuelto. Cielos, apenas podía contener las variadas emociones que surgieron ante aquella noticia. Qué horror pensar que tras doce años, un matrimonio y una hija, ella no pudiera dejar de sentir un escalofrío ante la idea. No sabía qué sentimiento exacto acompañaba a ese escalofrío pero estaba ahí. Sin duda, era una idiota. Más que idiota. No tenía remedio.

–Ah –dijo, solo por no quedarse en silencio. Su madre asintió, distraída.

Y, fue cuando registró el resto del mensaje. Apenas.

Su prometida. Viene con su prometida. ¿Devlin iba a casarse?

–¿Prometida?

–Así parece. Es lo que reveló en la última carta a su madre. Escasamente, ya sabes lo reservado que es –su madre frunció el ceño–. No entiendo qué le pasa a ese muchacho últimamente.

–¿Últimamente? No lo hemos visto en siglos –replicó Elina, de repente cansada con la conversación–. Pero es igual, no tiene por qué importarnos. Ven, vamos a hornear galletas con tu nueva receta, ¿quieres?

Una hora más tarde, Elina caminaba hacia el centro infantil en que su hija estaba. Los ensayos para el programa navideño tomaban un tiempo considerable, pero su Elizabeth estaba tan feliz y llena de energía cuando salió, que Elina suspiró de alivio. Una distracción bienvenida de la inevitable ausencia de Owen.

–¿Qué dices, cariño? ¿Quieres probar una de las nuevas galletas de la abuela?

–Sí –confirmó entusiasmada, halándola en dirección a la pastelería. Elina reprimió una leve sonrisa–. He prometido que traería galletas para todos los niños. ¿Está bien, mami?

–Claro, cariño. Será una Navidad grandiosa ¿eh?

–Un poco –respondió, tímida de pronto–. Excepto por papá. Lo extraño –musitó.

–Oh, cariño. Lo sé. Yo también lo extraño, Lizzie –se puso a su altura y la envolvió en sus brazos–. Yo también.

Elina tomó su pequeña mano y siguieron hasta la pastelería. Le sirvió un vaso de leche junto con las galletas y se quedó mirándola en silencio, deseando con todas sus fuerzas hacer algo por su hija. Por verla sonreír completamente de nuevo, por una vez. Ojalá supiera cómo.

La dejó en el mostrador y se dirigió a sacar unas galletas del horno. Escuchó que la puerta se abría, pero imaginó que se trataría de su madre o algún cliente que se había retrasado de su horario habitual. De cualquier manera, Lizzie sabía qué hacer y ella no tardaría en salir.

Al hacerlo, se quedó petrificada por un momento que se le antojó eterno. No era nadie conocido... o al menos, nadie que ella hubiera esperado ver nuevamente. Casi un desconocido. Un desconocido al que su hija le ofrecía una galleta y, más desconcertante aún, lo hacía con una sonrisa radiante.

Cuando él desvió la mirada hacia ella, clavando los ojos avellana en su rostro, sintió que se quedaba sin aire. No se había equivocado, por supuesto. Era Devlin St. James en persona. En su pastelería. Con su hija.



***


"(...) no sé cómo decírtelo, Devlin. Necesito que vuelvas a casa. Porque te extraño, aún más en Navidad. Si lo haces, si vuelves, yo (...) pero, si no vienes, lo entenderé. Sabré lo que significa. No te esperaré más. No insistiré. Devlin... solo vuelve, por favor."

Última carta de Elina a Devlin, 10 de diciembre del cuarto año.



¿Cómo era posible que hubiera terminado en el último lugar de esa ciudad en el que debía estar? ¡Maldición, debió preguntarle a su madre la dirección de la pastelería esa! Sí, debió hacerlo y así evitar aquella calle como si su vida dependiera de ello. Casi lo sentía así, su integridad dependía de no verla.

O, más concretamente, eso había pensado hasta que había sucedido. Por la otra calle, Elina apareció de la mano de una pequeña. Habló con ella, la abrazó y entraron a la pastelería. Dios, como le dolió el corazón. Aun a distancia, notó el increíble parecido entre ellas. Era como volver a ver a Elina cuando niña, sonriendo y rondando a su alrededor, adorándolo... siempre.

Cerró los ojos y trató de girar en la dirección contraria pero no pudo. Tenía que verla. Debía... irse, pero no lo haría. Quería verla. De alguna manera, en un segundo, se volvió vital. Necesitaba estar en esa pastelería, oler las galletas recién horneadas y cerciorarse de que no se había equivocado.

La hija de Elina. La preciosa pequeña que debió ser suya. Su hija.

¡Demonios! Debía parar. Se detuvo en el umbral, a punto de girar para irse deprisa.

–¿Galletas? –inquirió la pequeña después de tomar un trago de leche–. Está en el mejor lugar, señor.

–Yo... ¿de verdad? –Devlin se acercó, hechizado por los familiares ojos grises–. ¿Son las mejores galletas?

–Sí, las mejores de la ciudad –confirmó y bajó la voz–. Yo diría que del mundo entero.

–Oh –él también bajó la voz, como si fuera un secreto–. Entonces, debo probarlas. Las mejores del mundo entero, ni más ni menos. Además, tú no mentirías, ¿cierto?

–Nunca –dijo con solemnidad–. Debo ser una buena niña si quiero que mi deseo de Navidad se cumpla.

–¿Sí? ¿De qué se trata ese deseo?

La niña dudó, miró a su alrededor y suspiró cansada. Él la miró extrañado.

–No sé si deba decirlo...

–¿Por qué no? Prometo no decirle a nadie.

–Es mamá. Necesita alguien que cuide de ella. Que la ame.

–¿Tu padre no...?

–Murió.

–Oh, lo siento –Devlin se encogió ante la tristeza en la mirada de la pequeña. Decidió cambiar de tema–. Esas galletas se ven deliciosas...

–Lizzie.

–Lizzie –asintió él–. ¿Te importaría compartir una conmigo?

–Son nuevas. Y sí que están muy buenas a pesar de no ser de chocolate.

–¿Ah sí? Entonces, ¡debo probarlas! –Devlin se puso una mano en el corazón– si casi pueden compararse con unas de chocolate...

Sonrió. La niña le sonrió y le ofreció una galleta que él aceptó gustosamente. A punto de darle un gran mordisco, se encontró con el rostro que había añorado durante tanto tiempo y sintió que iba a atragantarse. La añoranza, la soledad y la estupidez se juntaron en un nudo en su garganta.

Hermosa no era suficiente para definirla. Solo no tenía palabras, no alcanzaban. Elina era indescriptible y perfecta. Siempre perfecta. ¿En qué demonios había estado pensando cuando no huyó de ahí? Era tarde. Lo supo al mirarla a los ojos. Ya no había lugar a donde huir.

Estaré en casa para NavidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora