Chile...
Amanda entró a la oficina y vio a su esposo con la vista perdida en una fotografía de su escritorio.
En ella estaba Jane colgada a su cuello, sonriendo.
―¿La extrañas, verdad? ¡Está tan grande! Ya se está haciendo solita su andar...
Su esposo no le respondió. Tampoco la miró. Amanda frunció el entrecejo y se acercó para colocarse a sus espaldas y masajear sus hombros.
―Tienes que dejarla crecer, Tomás.
El hombre se levantó dejando a su esposa desconcertada.
―No debí haberle dicho nunca que no era su padre.
―¿Qué ocurre, Tomás? ―intentó Amanda.
Le explicó todo a su esposa, hasta que llegó a la parte más dolorosa.
―Me dijo que no la llame hija, porque yo no soy su padre.
Miró a su mujer y ella sintió el mismo dolor que llevaba Tomás.
―Ven acá.
Lo rodeó en un abrazo y, entre susurros, le pidió que le diera tiempo.
Nueva York...
―No se preocupe, yo me hago cargo. Muchas gracias y disculpe.
Adam en cuanto salió del sanitario, se dio cuenta de que algo ocurría. Recogió rápidamente los documentos y notó que ni las llaves del automóvil, ni Jane, estaban.
Luego de hablar con el recepcionista, llamó a la agencia de viajes y transportes para localizar el vehículo.
Y el GPS los había llevado hasta Rockaway Beach.
Descendió del vehículo y se acercó a los peldaños para bajar a la arena blanca.
El cielo rojizo se había adueñado del paisaje, pero quien le robó toda la atención fue aquella jovencita.
Allí la vio. Sentada con el pelo al viento. Tenía sus rodillas aferrada a su pecho y de seguro tendría frío.
Se descalzó. Arremangó el pantalón de ejecutivo que llevaba y se quitó la chaqueta. Se acercó despacio para no asustarla, sin embargo, ella ya lo había detectado.
―¿Qué haces aquí? ―preguntó Jane mientras detenía una lágrima con su mano―. Se acabó el trato.
No lo miró y el silbido de su voz, le partió el corazón.
Sabía que estaba sufriendo... pero no había sido para tanto, ¿no?
Adam no contestó. Simplemente la envolvió con su chaqueta y presionó sus hombros un instante. Instante más que suficiente para que en un par de segundos se olvidaran qué existía algo más que dos corazones latiendo acelerados.
Sacó las manos rápidamente y se sentó a su lado.
―Vamos, Jane... No es para tanto.
―¿Siempre eres así? El chico ejemplar, ¿no? ―Por fin le dirigió una mirada, pero sus azules ojos le comprobaron la tristeza que notaba en su estremecida voz.
―Jane... Solo pidió que no te dijera que yo venía a trabajar para el Banktrans porque sabía que asociarías mal. No me contrató para seguirte los pasos, ni nada... Solo aprovechó que yo estaría aquí para que tú también viajaras y no estuvieras sola.
―Te caigo horrible, Adam. Eso no lo hiciste por ser amigable... ―dijo con voz calmada. Se levantó y se acercó hasta la orilla para mojar sus pies.
―No llores, Jane ―pidió sincero mientras se ponía en pie.
La muchacha se giró con sus manos aferradas a la argolla que colgaba de su pecho y miró al joven.
Allí estaba él. Más alto que ella, sonriéndole y mirándola con cariño.
―Le hice mucho daño... ―Jane cerró los ojos e inhaló profundo―. Soy una tonta.
―Vamos, cuéntame... ¿Discutieron? ―Ella asintió y Adam la tomó de las manos. Eran tan suaves que parecían de porcelana. Tan delicadas...
―Es una larga historia... ―Suspiró y se cruzó de brazos, rompiendo el contacto.
―Tengo todo el tiempo del mundo. ―Se sentó en la arena, cruzado de piernas y la invitó a hacer lo mismo.
Entonces, Jane, por primera vez, abrió tanto su corazón.
No supo los motivos, simplemente dejó que esos ojos verdes la alentaran a contar parte de su historia.
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