Tres años atrás...
―Amanda... ¿Crees que ya es tiempo? ―preguntó inquieto.
―Siempre te he dicho que debió saberlo hace mucho tiempo. No dejes que pase más sin que lo sepa.
Cada noche se acostaba con la duda, y cada mañana se levantaba con la certeza de que era mejor decirle su verdadera procedencia.
―¿Dónde se lo digo? ―La inseguridad respecto a la reacción de Jane, no lo dejaba tranquilo.
―Llévala a cabalgar, a ustedes les encanta ―sugirió Amanda.
Y así lo hizo. Dos días antes de su cumpleaños número quince, la llevó a la cabaña que tenían en Valparaíso. Podría haber sido un paseo más, si no fuera porque en ese momento le confesaría que él no era su padre.
―Jane... te traje aquí porque tengo que hablar algo muy importante contigo.
Ambos cabalgaban en caballos sobre la arena. Jane acariciaba a su querido Melchor, mientras su ondulado cabello rubio se movía en dirección al viento.
Su padre la miró tan tranquila, que temió alterar esa paz que siempre rodeaba a Jane. Tenía tan solo casi quince años, un bebé todavía para él.
―Vamos, papá... No seas aburrido. ¿Una carrera antes?
Jane sonrió y echó a andar. Y él siguió el galope que su hija había iniciado.
Tenía más de cuarenta años, y estaba aterrado como un niño. El mismo temor que había sentido tantos años atrás, volvía a correr por sus venas. No quería verla llorar. No quería que se alejara de él.
Eran muy unidos, y era una de las pocas personas que con solo pestañar, le hacía sonreír.
―¡Detente, Jane! ¡No puedo alcanzarte! ―jadeaba, exhausto.
Su niña se devolvió y estando frente a él, sonrió.
―Ay, papito. ¡La edad no es en vano!
Bajó del su caballo, al que le acarició la quijada y el hocico y luego ayudó a sujetar el caballo de su padre, mientras éste descendía.
―Tienes razón. Simba no está para estas carreras. Pobrecito. ―Ironizó y ambos sonrieron.
Dejaron atrás a los animales, para caminar abrazados hasta la orilla. El mar estaba calmo, pero los pensamientos de Tomás, no.
La hija le sonrió, pero él solo dibujó una tímida mueca. Aferró un poco más a Jane a su regazo, aludiendo y escudándose en el frío. Ésta, sin ninguna resistencia, lo abrazó también.
―Papá, me estás preocupando. ¿Qué te ocurre? ¿Estás enfermo?
Tomás se tomó unos minutos y luego la miró a los ojos.
―Simona es tu madre biológica... eso ya lo sabes.
―Sí, y soy muy feliz de saber que mi mamá, Amanda, me acogió como propia. ¿Eso te preocupa? Tranquilo, yo estoy bien. Me hace sentir orgullosa que la eligieras a ella para ser mi madre.
―Tú la elegiste, Jane... Con tus mimos, con tu sonrisa, con ese apretón de dedito cuando eras tan pequeña. ―Besó su coronilla y perdió su vista en el horizonte―. Y ella te eligió, al aceptarnos a los dos.
―Por algo yo también tengo este anillo. ―Se tocó la argolla que colgaba de su pecho.
―Ese anillo... Te lo regalé para uno de tus cumpleaños, pero lo guardábamos desde que le pedí matrimonio a tu madre.
Jane sonrió. Le encantaba la historia de amor que tenían sus padres. Era para escribir un libro.
―Ese anillo es el compromiso que asumimos ambos para cuidar de ti. Ambos te adoptamos, Jane. ―Lo dijo. No estaba seguro si ella había comprendido.
―¿Ambos? ―Detuvo el caminar y lo miró.
―Jane... ―Tomás pasó una mano por su cabello―. Tampoco soy tu padre biológico.
Pocas veces había visto la mirada triste de su hija. Y ésta estaba cargada con un poco de decepción.
―Pero... ―Retrocedió lentamente―. ¿Quién? ¿Por qué no me lo contaron? ¿Por qué no está mamá acá? ¿Ella no lo sabe?
―Mi padre... Porque temía a tu reacción y tu madre... ella me dijo que te lo dijera tantas veces. Pero no me atreví. Perdóname, Jane.
―No me gustan las mentiras, ni las omisiones, papá. Somos amigos, nos contamos todo. ¡Yo te cuento todo!
―Lo sé, pequeña. Mi amor, pasamos momentos tan difíciles como familia, que preferí darnos un respiro... que duró mucho tiempo.
―Quiero saberlo todo... Absolutamente todo, papá.
Caminaron un tanto alejados por la arena y Tomás vio cómo Amanda se acercaba. Fue el momento preciso para hablar los tres.
Tomás le explicó que su familia materna no quería saber de ella y que sus padres habían muerto en un accidente. Le contó que si no la adoptaba, la internarían en un hogar de menores.
Las expresiones de Jane en cada revelación, dejaban notar el peso de toda la información. Amanda la abrazaba y acariciaba mientras Tomás, un poco más alejado y con voz calmada le iba contando.
―¿Me permiten un momento a solas? Necesito... procesar.
Ninguno de los dos se opuso. Amanda tomó la mano de su esposo y ambos vieron cómo su hija se subía a su caballo y desaparecía por la orilla de la playa en una carrera que a cualquiera alertaría. Pero Jane estaba acostumbrada. Y era lo que necesitaba.
―Va a estar bien, mi amor. Vas a ver.
―Es lo que espero, Amanda. No me gusta verla triste, no me gusta que llore, ni sentir un abismo entre ella y yo.
Besó a su esposa y ambos se quedaron mirando las olas, sentados en la arena, esperando a que su hija volviera para abrazarlos, como siempre.
Jane lloraba mientras su caballo galopaba por la orilla de la playa. El agua saltaba y salpicaba... limpiándola. Agitada, se detuvo muy, muy lejos e intentó serenarse.
Con quince años, intentaba ponerse en el lugar de su padre, de su madre y de aquellos que la habían traído al mundo... incluso, también pensó en los que la habían rechazado.
Cerró los ojos e inspiró profundo varias veces. Lentamente su respiración tomó su ritmo habitual para empezar a desenredar el nudo que llevaba en su cabeza.
Tenía una vida feliz. Una familia que la amaba y que quizás el único error que habían cometido con ella era haberle ocultado, por miedo a su reacción, la verdad. Le dolía... sí que dolía, pero... ¿quién era ella para juzgarlos en vez de agradecerles?
Dos horas pasaron, hasta que la vieron aparecer.
Jane bajó de su caballo y se acercó despacio hasta donde sus padres permanecían abrazados.
Una vez que estuvo sentada frente a ellos, los miró unos momentos en silencio y luego dijo:
―Los amo. De eso no tengan dudas jamás. Les ruego que no me mientan ni me oculten nada, no lo soporto.
―Me equivoqué... debí decírtelo, lo sé.
―Debimos... ―interrumpió Amanda a su marido.
―Tal como se lo he dicho a mi madre, ahora te lo digo a ti ―dijo Jane, arrodillándose frente a ellos―. Eres mi padre, no porque me engendraste, sino porque me criaste y me amaste desde siempre. Me hicieron el regalo más lindo que me podían dar. Me eligieron, no tenían por qué, pero lo hicieron.
Jane derramaba lágrimas silenciosas, como siempre. Amanda intentaba retenerlas y Tomás, tan solo abrazó a su hija y sintió en su pecho a sus corazones agitados, como hacía tanto tiempo los había sentido en un abrazo de navidad.
