Ángel tenía seis años cuando la casa se llenó de gente vestida de negro, otra vez.
En ese momento ya entendía muchas cosas con claridad.
Sabía que era un funeral y comprendía que los funerales eran fiestas tristes donde había mucha comida, pero nadie debía reír muy fuerte ni estar demasiado contento.Una de las hermanas de su abuela enfermó y murió repentinamente. Ángel ya entendía que morir era no volver nunca, dejando a los demás tristes y llorosos.
Como usualmente hacía cuando gente llenaba la casa, se sentó en el piso con la espalda de niño recargada en la pared revestida de madera, en un rincón oscuro cerca de la cocina. No podía estar dentro de la cocina porque estorbaba a las faenas de las mujeres que cocinaban para el ejército de dolientes.
La sombra de la escalera (que en alguna época conducía a las habitaciones de la servidumbre y que después fueron cuartos para alquilar a estudiantes, hasta que Doña Celia Caleti, su abuelita, las destinó únicamente como habitaciones para invitados), creaba una zona de negrura tal que si se quedaba quieto, Celia no era capaz de verlo aunque estuviera a un metro de ella.
En cambio, desde su estratégica posición, Ángel podía ver, sobre la mesa de la cocina, una cacerola de aluminio, la más grande que existía en todo el mundo, rebosante de piezas de pollo fritas, jugosas y doradas. ¡Tantas, que eran cien o mil! Ángel no podía ni imaginar la cantidad.A su lado otra cacerola, gemela de la primera y llena hasta el borde de un arroz tan amarillo que casi brillaba. Ángel pensó que podría ser de oro o de piña.
¡Qué ganas tenía de comerlo! Era uno de sus preferidos. Casi se queda atrapado en la contemplación de tan asombroso manjar.También había un par de grandes cajas de cartón en el suelo, una llena de piezas de pan de dulce y la otra de bolillos aún calientes. Aquella cocina era el paraíso para un niño de buen apetito como era él.
Su madre vestida de negro y de pie junto a la estufa, preparaba café en una olla panzona de barro, inmensa también. Y todo olía tan delicioso, que era irresistible.
Pero un rato antes le dijeron que se fuera de ahí y que no hiciera travesuras, así que estaba afuera, esperando que llegara el momento de comer. Tenía hambre y no era el único.
Junto a él, sentadoe inclinado sobre sí mismo como si tuviera dolor, aquél muchacho de ojos tristes color miel también esperaba en silencio. Se sostenía la barriga, quizás porque esos aromas le despertaron las ganas de comer tanto como al propio Ángel, que escuchaba pequeños ruidos en su vientre. Sus tripas se devoraban a sí mismas dentro de su pequeño cuerpo, como si fueran ratones. Eso era seguro.
En esa ocasión ya no se preguntó qué hacía ahí su amigo. Siempre que se moría alguien, encontraba al muchacho. Y no hablaban.
Se le veía triste como siempre.Ángel no estaba realmente triste. No tenía ni idea de quiénes eran todas las personas que llenaban la casa.
Seguramente su amigo de ojos color miel si los conocía y por eso tenía la mirada baja, tan callado como de costumbre. Esa tarde no le pidió pan pero Ángel entendió su expresión desamparada.
Entonces pasó de ser un niño sentado inocentemente, a ser el pirata Robín Hood de los mares. Él y TODA su tripulación entrarían al fuerte y tomarían por asalto la cocina. Era lo que hacían los piratas Robín Hood de los mares; robar cofres llenos de panes a los ricos, para repartirlos entre los habitantes del pueblo de los ojos color miel que tenían hambre.
Sigilosamente se arrastró sobre su traje negro que muy pronto quedó empolvado. Su abuela lo vio pero no le dio importancia. Al contrario, dio aviso con el codo y una significativa mirada a los otros vigías, algunas de sus hermanas y una vecina. Las mujeres rieron con ternura, por la dedicada e inútil labor del niño de pasar desapercibido.
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Hambre
ParanormalDesde que era muy pequeño, Ángel Var puede ver a los fantasmas que moran en la antigua casa de la Ciudad de México que ha pertenecido a su familia por generaciones . Son recuerdos conscientes, atrapados en su dolor, su odio y su anhelo de justicia. ...