Damiana

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—¿Qué tienes, papacito? ¡Has estado de lo más apachurrado desde que volviste a casa!

—¿Apachurrado? Tasha, ¿qué es eso? —preguntó el joven, entre risitas involuntarias. Ella estaba de pie frente a la mesa del comedor limpiando romeritos para la cena. Tenía, probablemente, una montaña de diez kilos de ramas verdes a las que arrancaba los brotes que lanzaba uno por uno dentro de una gran cacerola; se suponía que Misha tenía que ayudar a picar cebolla, pelar ajos o camarones. En cambio, estaba tumbado en el sillón, cambiando de canal sin que ningún programa atrapara su atención.

No quería ver la televisión, ni quería apagarla. No tenía ganas de quedarse ni fuerzas para irse; una ansiedad desconocida le tenía de mal talante desde el inicio de las vacaciones, pero ¿apachurrado? Resopló para sus adentros.

¡No estaba apachurrado, aburrido ni triste! ¡Lo que tenía eran unas enormes ganas de salirse de su propia piel!

En la cocina, su madre y su hermana Ana María cotorreaban con Ekaterina, madre de Tasha.
La tía Katy, como todos la llamaban junto con su esposo Kolya y sus tres hijos vivían en Ensenada, Baja California. Y cada diciembre viajaban a la Ciudad de México para visitar a la familia de su hermano adoptivo y pasar las navidades con ellos. 

La tía Katy llegó a la vida de la familia Baeva cuando su padre rondaba quizás los veinte años, tenía la misma ascendencia rusa, por parte de madre y padre, que toda la familia Baeva. Su madre fue una jovencita que ayudaba a la abuela Baeva en los oficios de la casa a cambio de comida y techo durante su embarazo. Desapareció tan pronto como se recuperó del parto, sin dar ninguna información del padre de la niña. La abandonó y jamás volvió. La abuela Lena tenía sesenta y cuatro años, pero sin importar que fuera vieja y se sintiera cansada, adoptó a la niña y le dio todo el amor y cuidado que le fue posible.

Quizás por eso la tía Katy era tan buena persona.

Apenas unos pocos años mayor que la madre de Misha, las mujeres se entendían muy bien. Entre bromas y chismorreos frescos traídos directamente de Ensenada, preparaban papas, mole, pescado y el resto de cosas que iban a cenar esa noche.



***


En la calle, su padre permanecía sentado en la misma banca de siempre. No solía tomarse días libres. "Comer a diario, trabajar también" solía decir, con la convicción de que siempre habría clientes para la sabrosa nieve, aunque hubiera un clima frío.

Tal vez, por ningún otro motivo que para ayudar al pobre viejito de la calle de Santiago y que vendía nieves en invierno para sostener a su familia, era que sus clientes compraban en la víspera de la Noche Buena.

Esa tarde no estaba ni triste ni solo. Le acompañaban Kolya Záitsev, rubio y medio calvo, inmigrante de primera generación desde San Petersburgo y sus hijos, Nikolai de veinticinco y Fedor de veinte años, jóvenes y tan guapos como su pequeño Misha.
Disfrutaban sentados en la misma banca dell primero de todos los vasos que beberían esa tarde, de licor de Damiana.

Era ya una tradición que, parte del equipaje de Kolya, consistiera en una caja y a veces dos, con veinticuatro botellas de licor de Damiana artesanal, que él y su familia producían y vendían en Ensenada a pequeña escala.

El viejo Michaël usaba esas botellas a lo largo del año para elaborar un tipo de nieve muy especial, con el exótico toque de hierbas tan propio de la Damiana, muy apreciado entre sus clientes habituales. Esa mañana ya casi había vendido la mitad del cubo.
Y los otros sabores; café y beso de ángel con abundantes nueces y cerezas, también tuvieron gran demanda.
A ese paso podría terminar temprano y comenzar a festejar dentro de la casa.
Por lo menos, antes de que estuvieran todos borrachos.

HambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora