Pavo y Rompope

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—¿Cómo te fue?

Afanada en la preparación de la cena de esa noche, Sandra se desplazaba de un lado a otro en la vieja cocina de su casa, prestando poca atención a su hijo, mientras aquél entraba arrastrando los pies y se dejaba caer en su silla de siempre.

La mujer abría por aquí y por allá, las puertas de la alacena que estaba en el mismo sitio, al menos, desde los años setenta.

Sacaba un frasco o una lata y volvía a su puesto frente a la estufa.

Agregaba esto o aquello a la carne que ya enamoraba al olfato más exigente con sus deliciosos efluvios y volvía a la despensa por otra cosa, un momento después, como esos pequeños y trabajadores insectos que trazan recorridos erráticos por horas.
A ojos del desocupado observador, parecen inútiles pero, para ellos y para su madre, tal vez tenían algún sentido.

La cocina, por décadas inmune a remodelaciones, podía presumir con orgullo de su aspecto naturalmente vintage.

La estufa era muy vieja, pero estaba bien conservada. El elemento más moderno era un refrigerador color acero, ubicado junto a la puerta que daba al patio, a espaldas de Ángel. Tranquilamente él podía permanecer en la conocida y cómoda visión retro de su casa limpia y renuente a la modernidad, si no giraba la cabeza.

Esa tarde, Sandra potenciaba la sensación de viaje al pasado al usar un vestido de grandes flores amarillas que abrazaba sus curvas de madre, no muy delgadas, ni muy gruesas.
Parecía una mujer de cuatro décadas atrás... O cinco, con el pelo atado alto, en un moño muy elaborado.

La mesa de gruesa madera en la que el pavo descongelado y Ángel esperaban, uno por su relleno y el otro simplemente a que el tiempo pasara y se terminara la Nochebuena de una buena vez, ni siquiera tembló al recibir las cuatro bolsas de manzanas, piña en almíbar y nueces como para un batalló que él muchacho dejó caer estrepitosamente sobre ella; más de un cuarto de siglo en esa cocina, ya estaba acostumbrada a los tratos rudos.

Desde su lugar de siempre, mirando a la escalera, echaba en falta al "Flaquito", como Doña Celia llamaba a la presencia fantasmal. No volvió a verlo desde el inicio de las vacaciones, dos semanas atrás, cuando ocurrió la aparición del aterrador espectro que, por cierto, tampoco se le vio de nuevo.

Los panes que ofrendó en ese tiempo, se hicieron duros en el rincón y tuvo tirarlos. Fue una curiosa manera de comprobar que los cientos de panes que dejó antes, en trece o catorce años, realmente sí desaparecieron tomados por, ¿quién podía saberlo?

La casa se sentía rara. Pesada como nunca antes. Silenciosa. Sin embargo, poco o nada le importaba. Desanimado, dejó la cabeza reposar sobre su mejilla, junto al pavo.

—¿Extrañas a Misha?

Con el relleno terminado, Sandra se sentó junto a su hijo tratando de no molestarlo. No tenía tiempo. La cena estaba lejos de estar lista y se hacía tarde. Sin embargo, estaba preocupada. El chico deambulaba como condenado por la casa, cabizbajo y aburrido.
 A veces pasaba horas sentado en esa misma silla mirando las escaleras. El suspiro de Ángel respondió por él.
Quizás ni siquiera se dio cuenta de lo profundo que fue.

—¿Por qué no le llamas y lo invitas? No hoy, ya que lo pasará con toda su familia como debe de ser pero...

Su expresión cambió de comprensión a disgusto. El pobre animal descongelado aguantaba los malos modos al recibir su relleno sin una sola queja.

—¿Te ayudo? —susurró Ángel.

—¡Sí, por favor! Aún tengo que meter el cerdo al horno, es tardísimo y odio rellenar esta cosa—. Entregó la cuchara a su hijo y taconeó por la cocina para ocuparse de otra cosa—. ¿Qué tal si lo invitas a comer mañana? Tendremos tanta comida que podríamos mandarle algo a su mamá.

HambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora