Por fin solos

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La tarde del jueves, Sandra era un torbellino de actividad. Mientras Luciano terminaba de arreglarse en su habitación, Sandra se maquillaba  en la cocina, agregaba verduras a un caldo y vigilaba una cacerola de arroz con leche.

Eran las seis de la tarde cuando la noche comenzó a caer. Si pretendían llegar a tiempo a la fiesta, era momento de irse.

Misha terminaba su tarea en la mesa de la cocina, era un esquema de un escenario en el que  anotaba las partes que lo conforman y hablaba sin parar.

—Ellos son como mis hermanos, sobre todo Tasha y Fedor. Cuando eran pequeños, se quedaban en casa hasta un mes. Ahí donde vivimos no había tantas casas como ahora.
Me acuerdo que frente a la casa había un terreno inmenso y todos los niños, los vecinos y mis primos, jugábamos por horas. Después lo vendieron y construyeron. Pero ya habíamos crecido.

—¿Ellos viven en Ensenada? Una vez comí en un restaurante, tacos de langosta —dijo Sandra—.¿Los has probado?

—Una Navidad sí. Pero mi tía se queja porque aquí en la Ciudad la langosta es más cara que la res.

—¡Debe ser raro eso! ¿No crees? Que sea más barato comer langosta que bistec.

— Pues sí, para nosotros. Para ellos es normal—Misha sonrió—. ¡Ah! Nikolai, mi primo, trabaja para una de esas empresas que pescan sardina o atún. Y le ofrecieron un puesto de no qué. Así que se ha mudado, va a vivir en la Ciudad por lo menos dos años.

— ¿Y eso es bueno? —preguntó Sandra.

Misha no detenía sus trazos. Concentrado en la precisión de su trabajo. Pero volvió a sonreír. Era muy bueno para él. Vería a su primo mas de una vez al año.

—Pues yo digo que sí; más sueldo y  responsabilidad. ¡Va camino a la cima del éxito! —rió de muy buen humor—. Por otro lado, pierde el mar y la langosta barata.

—Una cosa por otra.

—Él vivía en casa, con mis tíos. Aquí va a estar solo.

— ¿Y dónde va a vivir?

—Consiguió un departamento de una habitación muy barato en el centro. Dice que es viejo, feo y en una calle llena de negocios, pero que por el momento, funciona. Su oficina está cerca de aquí.

—¿Todavía no estás lista?

Luciano entró a la cocina. El hombre vestía traje y corbata muchas veces. No era inusual verlo limpio y bien vestido. Mas a menudo llegaba de la obra con jeans y camiseta sucios. Pero esa noche, Misha casi deja caer saliva sobre su dibujo.

No se percató antes de lo guapo que era el ingeniero; era el mismo rostro de Ángel pero con veintitantos años de sol y risas encima. También de preocupaciones. Las líneas que se marcaban alrededor de los ojos, las sienes grises, el ceño contraído. Tal vez así iba a lucir Ángel cuando tuviera esa edad. "Va a ser guapísimo", pensó.

—¡Ya voy!

Con eficiencia, Sandra dejó caer todo su maquillaje dentro de un bolso, se puso las zapatillas y tomó las pantuflas en la mano. Besó en la mejilla al muchacho.

—Nos vemos mañana. Duerman temprano. ¿Te encargo lo que cuides lo que está en la estufa? Le apagas cuando esté y si no quieren cenar, cuando se enfríe, ¿lo metes al refrigerador? Te hice arroz con leche.

Misha sólo decía que sí al torrente de instrucciones y un "gracias" perdido entro otros muchos sí, sí, sí, sí con gusto, sí. 

—No sé dónde está Ángel —. Miró al pasillo, como si su mirada pudiera ir por la casa y averiguar el paradero de su hijo. Luciano ya estaba afuera, por lo que terminó su larga despedida con un imperativo "pórtense bien" susurrado. Frente a su marido, ni siquiera se hubiera atrevido a insinuar la más pequeña sospecha. Para Luciano ellos eran sólo amigos.

HambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora