3

91 19 13
                                    


El tercer novio de Verónica en realidad no fue su novio sino una relación sin nombre que ella nunca comprendió. De él sí se enamoró, pensó, desde el primer momento en que la tocó. Fue en un salón de baile de aire tibio, húmedo y pesado con olor a lavanda y sudor planchado. Verónica no solía ir a esos lugares, prefería los antros, bares, cafés y restaurantes de moda. 

Esa noche ella y sus amigas quisieron hacer algo diferente y decidieron dirigirse a las entrañas de la ciudad explorando un antiguo salón de salsa. Él se llamaba Xavier. Era alto, muy blanco y de ojos castaños y profundos. Su blanca piel era como de plástico grueso. Verónica la recordaba adornada de pequeñas gotas de sudor que rodaban rápidamente hasta esconderse bajo su camisa blanca y bien planchada mientras bailaban iluminados por luces de colores verde, amarillo, azul y rojo. 

La saludó desde lejos con una cálida y pícara sonrisa levantando su copa en tono de brindis. Luego se acercó a invitarla a bailar como se invita a bailar a la antigua y ella aceptó, también a la antigua con un tímido sí, una sonrisa casi nerviosa y una mano débil y desesperadamente delicada y dispuesta a ser tomada para ser dirigida a la sazón de las caracas y del atractivo macho alfa que parecía tener todo bajo control. No dijeron mucho, bailaron muchas horas y sus sudores se mezclaron. Él le pidió su teléfono y se despidieron con un suave beso en la mejilla. La llamó a las dos semanas. Irían a bailar otra vez al mismo lugar, según él lo había sugerido.

Verónica se puso un vestido en línea A, que nunca antes había usado y que alguna vez había sido de su abuelita, rojo de lunares blancos y grandes, en el que relucían sus redondos hombros y pantorrillas al descubierto. Se pintó los labios de rojo carmín, como sus zapatos. Se vieron en el salón al que Verónica llegó en taxi y nuevamente en el salón se despidieron casi hasta el amanecer. Verónica la consideró una noche muy exitosa. Xavier se veía guapísimo y era tan galante como ella lo recordaba. 

Le invitó dos cubas y el resto de la noche tomó agua porque tanto bailar le daba mucha sed y no quería emborracharse. Rieron mucho practicando pasos e intercambiaron miradas coquetas y cuando se despidieron él le preguntó si podrían verse en una semana en el mismo lugar, a la misma hora. Verónica aceptó contenta y durmió encantada pensando que el tal Xavier la volvía loca de alegría tan solo con una sonrisa o su toque varonil.

La tercera vez que Verónica vio a Xavier se soltó el pelo, se puso un vestido blanco pegadito y bien escotado y unos tacones de 10 centímetros. Pensó que quizá así le daría el siga a su galán para que éste se dejara de formalismos chapados a la antigua y le diera un beso, aunque fuera; que diera otro paso en la relación, que no fuera de salsa. Pero no sucedió y no sucedería. Bailaron y sudaron igual que siempre y se rieron otro tanto. Xavier le propuso verla otra vez a la semana siguiente pero ni siquiera intentó tocarla más allá de lo que los límites de la salsa bien bailada lo permitían.

 Verónica se sintió un poco decepcionada. Quizá por eso cuando lo vio otra vez decidió casi inconscientemente perder un poco los estribos. Se vistió con pantalones de mezclilla pegados, tacones azules altos y abiertos y una ombliguera blanca en la que relucían sus hombres, su espalda bronceada y la redondez de sus pechos duros. Bebió unas tantas copas demás y cuando el alcohol le calentó lo suficiente la sangre, se olvidó de los pasos de salsa que tan bien le salían, dirigida por las manos expertas de Xavier. Se olvidó de las luces de colores, del olor del lugar, hasta de la música. Se concentró en Xavier, en esos ojos que parecían no verla, y en esas manos que la jalaban y la empujaban suave pero firmemente para hacerla rodar. 

Cerró los ojos para dejarse llevar por el ritmo de "Devórame otra vez" pero, qué letra, pensaba, cómo podía bailar esto con Xavier si éste aún no le había insinuado su deseo fuera de la pista de baile. No dejaba de pensar en que ésa sería la noche en que si él no lo hacía primero, ella le daría un beso. Algo por favor, pensaba, aunque fuera un pellizquito en la nalga, hervía de deseo y las letras de las canciones solo le hacían pensar en sexo. Cuando abrió los ojos se sintió hipnotizada por el chorro de sudor que rodaba por el cuello de Xavier. La gota cristalina recorría muy lentamente la piel de ese cuello ancho y fuerte arrastrando consigo su sabor. Justo cuando las luces del salón cambiaron a color blanco iluminando más aún la gota que resplandecía, ésta pareció detenerse.

 Verónica se sintió un tanto impaciente, sentía los pies ligeros y la cabeza comenzó a darle vueltas. Cerró un momento los ojos deseando que al abrirlos la gota hubiera seguido su camino, pero la necia gota siguió presumiendo su privilegiado lugar junto a la oreja de Xavier. Verónica no aguantó más, sacó su larga y descarada lengua y la lamió. De seguir bailando quizá Xavier ni siquiera se hubiera dado cuenta. Quizá un rápido lamido hubiera sido disimulado por un húmedo roce con sus dedos. Pero al sentir el dulce sabor, Verónica quiso disfrutarlo por un poquito más y recorrió el cuello del Xavier lentamente con la punta de su lengua húmeda hasta que a los pocos segundos él la alejó ferozmente. Ella se dio cuenta de su atrevimiento, se sintió sumamente avergonzada, sintió un golpe en su pecho y el calor le subió a las mejillas, sintió los ojos un poco húmedos, las piernas le flaquearon y cayó abatida por el evento y por el exceso de alcohol.

dt

El amor de Verónica © (Pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora