Antes de conocer a Mateo la vida de Verónica había transcurrido tranquila, como si tuviera un rumbo demasiado fijo. Se había dedicado los últimos años a trabajar como secretaria, leer revistas femeninas en sus tiempos muertos en la oficina, y salir a tomar café con sus amigas. A veces, por las tardes iba a correr al parque, siempre con un poco de miedo de que no la fueran a asaltar, violar o a secuestrar y sin concentrarse mucho en la velocidad o el tiempo que hacía ejercicio. Se distraía fácilmente con un bello atardecer asomado entre los edificios grises, con la sonrisa de un niño meciéndose en los columpios o con los molestos ladridos de un perrito faldero.
Si le regalaban un libro, lo leía, normalmente sin mucho interés. Prefería las revistas de National Geographic, ver películas, las españolas y las francesas eran sus preferidas y escuchar las historias de su abuelita. Los fines de semana, a veces salía con sus amigas o con su amigo Leo que siempre le contaba de sus nuevas aventuras amorosas con algún nuevo galán.
Como su sueldo no era muy grande y la casa de sus papás tenía suficiente espacio, Verónica vivía con ellos. Prefería la comodidad de tener comida en el refrigerador y la ropa lavada y bien doblada, a la que su mamá se dedicaba con esmero, a las carencias y desventajas de vivir sola y soltera.
No le gustaba la idea de regresar por las noches a una casa vacía después de salir de fiesta o despertar envuelta por el silencio citadino. Prefería el ruido de los pasos de su madre, la tos de su padre mientras cambiaba la sección el periódico, el chiflido de la tetera y los quejidos de su abuelita al caminar que sonaban como gruñidos bajitos.
Además, pensaba que su presencia era importante para la anciana, quien no se cansaba de escucharla y "aymijitearla" cariñosamente cada vez que tenía oportunidad. Por las tardes veían telenovelas juntas y en las noches invariablemente, Verónica le compraba sus dos conchas de pan dulce, una para la merienda y otra para el desayuno.
Verónica fue un sábado a la boda de su prima Judith.
—Por fin se casa tu prima, Verónica, mira que le tomó tiempo, yo creo que porque no es muy bonita la pobre. Por suerte que se encontró a ese Mario, tan guapote y servil. Ojalá que hagan un lindo matrimonio juntos y que pronto le den nietecitos a mi hermana que ya le urge. —Le decía su madre a Verónica frente al espejo, mientras le arreglaba los últimos detalles de un chongo alto para la boda.
La prima Judith se casaba a los treinta y tantos. Ya le sobraban años según ella, así que su edad era un secreto a voces. Se casaba con un hombre diez años mayor que ella y que había conocido desde hacía solo 6 meses. Durante la ceremonia religiosa, la iglesia casi la inundan las lágrimas de felicidad de la tía y sus seis hermanas, porque a Judith ya muchos la habían dado por quedada. Ese día Verónica comenzó a preocuparse por su futuro quizá como mujer soltera.
Sabía que no podría vivir toda la vida con sus padres, por mucho que estuviera tan a gusto con sus rutinas. La abuelita no viviría para siempre y algún día necesitaría más compañía que sus amigas y Leo. Decidió al día siguiente, después de la boda, ir a cortarse el pelo y ponerse uñas postizas. Por suerte su vecina tenía un salón de belleza que abría los domingos hasta medio día, en el que su madre esporádicamente hacía cortes y peinados. Ahí Verónica leyó en una revista de belleza que la mejor crema para mantener un cutis bello se puede hacer en casa con leche, limón y glicerina.
Con su nuevo look y sintiéndose ligera y alegre después de haber perdido medio kilo de pelo castaño oscuro y grueso, Verónica se subió al trolebús de Eje Central para ir a buscar los ingredientes del menjurje en una tienda de materias primas para productos de belleza, cerca del metro Allende en el centro de la ciudad. Compró glicerina, aceite de almendras y base para hacer crema para el cuerpo. Cuando hubo acabado de embalsamarse en las muñecas, brazos, antebrazos, dorso y palmas de las manos con una decena de diferentes perfumes de imitación para ver cómo le fijaba cada aroma, decidió hacer su propia mezcla con esencias de nardo y naranja.
Aprovechó también para tomarse un café y hojear los libros en el Sanborns de los azulejos. Además, después de comprar una bolsita de cacahuates garapiñados, se detuvo a ver un baile ritual de los concheros, para admirar su piel oscura, sus trajes y penachos, y la fuerza de sus pasos alumbrados por el resplandeciente sol azteca.
Para acabar la tarde decidió ir al parque sin pensar nunca que justo junto a la banca donde ella se sentaría a disfrutar su helado, llegaría Mateo a fotografiar las palomas.
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El amor de Verónica © (Pausada)
RomanceSu tercer amor fue Xavier. Era alto, muy blanco y de ojos castaños y profundos. Su blanca piel era como de plástico grueso. Verónica la recordaba adornada de pequeñas gotas de sudor que rodaban rápidamente hasta esconderse bajo su camisa blanca y bi...