Mateo se había enamorado por primera y única vez cuando tenía ocho años y cursaba el segundo año de educación formal. El nombre de su gran amor era Alejandra, una niña dos años más grande que él que iba en cuarto A.
Alejandra solía esperar a que la recogieran por las tardes durante mucho tiempo, a veces horas. Todos la conocían porque se había hecho amiga de todo el personal de la escuela durante sus largos tiempos muertos.
Le encantaba quedarse a platicar con el señor de la limpieza que pasaba en las tardes con su escoba y su uniforme azul, con el portero que vivía en una casita al otro lado del patio grande de recreo y con la secretaria y la recepcionista. Cuando nadie le hacía compañía, solía hacer bombas con tres chicles rosas en la boca y leer libros de mitología griega.
Los padres de Mateo habían decidido divorciarse para evitarles a sus hijos los dramas de las violentas peleas domésticas que tenían desde hacía años. Como la mensualidad que recibía su madre después de unos meses se fue reduciendo, la mujer comenzó a buscar trabajo. Encontró un puesto administrativo que le permitía descansar dos días a la semana y salir temprano los viernes.
Le explicó a Mateo que estaría ocupada algunas tardes y que, en su lugar, lo recogería su tía Mercedes y comería con sus primos Polo y Pili. A Mateo, ambos le parecían igual de antipáticos, burlones y mentirosos. Cuando se juntaban con él en las fiestas familiares solo era para molestarlo y reírse de él con sus malos chistes.
Mateo le suplicó a su mamá que lo dejara comer en la escuela y que ella lo recogiera para evitar ver a sus primos que tan mal le caían. Prometió hacer ahí la tarea, no quejarse y comerse el sándwich de jamón, queso y tomate que su mamá le preparaba desde las siete de la mañana y que a la hora del almuerzo ya estaba mojado.
Para que su petición fuera aceptada, Mateo lloró tres días, hizo huelga de hambre y se sacó un cero en Matemáticas. La pobre madre aceptó recogerlo exhausta y de ahí, ir por sus hermanos a casa de Mercedes.
Sin embargo, la sonrisa que veía en su hijo cada vez que llegaba a la escuela por él, le enternecía el corazón y le aliviaba el cansancio. En la alegría de los ojos de su hijo, podía ver su amor por su madre y la tranquilidad de saberse bajo su protección incondicional. Lo que ignoraba, es que a Mateo se le veía tan contento y recibía a su madre con tan dulce semblante porque se había enamorado de la niña más bonita que jamás hubiera visto, desde el primer día en que se quedó a esperar a que lo recogieran.
Mateo se había tragado el último trozo de su sándwich chicloso gracias a un sorbo de jugo de naranja, cuando Alejandra se sentó junto a él y sacó un libro del Caballo de Troya. A Mateo le llamó la atención la cubierta de un caballo enorme con gente descendiendo de él como si estuviera lista para la guerra. Pero la curiosidad sobre el libro le duró un segundo, pues al ver el rostro de la niña se quedó estático.
Alejandra pensó que el niñito estaría interesado en escuchar alguna historia y muy amable ofreció contarle un cuento mitad verdad, mitad mentira, con cosas maravillosas de un pueblo que existió hace mucho tiempo.
Mateo abrió los ojos y asentó con la cabeza sin mover los labios con la boca medio abierta. Los niños pasaron muchas tardes juntos y pronto se hicieron muy amigos. Alejandra disfrutaba de leer con Mateo y enseñarle todo lo que sabía y este se sentía todo un hombre y el más afortunado de la Tierra con tan solo estar cerca de ella. Así aprendió de Homero, Heracles, los Cíclopes y Titanes.
Lo que más le gustaba era oír de las musas, porque él ya creía tener la suya; de Afrodita, la diosa del amor, porque a ella se encomendaba; y de Paris, el príncipe troyano que rapta a Helena, porque cuando Alejandra hablaba de él, se le iluminaban los ojos.
A veces, después de leer juntos, Alejandra sacaba papel y lápiz, hacía garabatos, bosquejos y rostros. Invariablemente, dibujaba el rostro de Paris, siempre con facciones finas, ojos grandes, claros y hundidos y perfil perfecto, con pelo largo y rizado. Mateo entonces, dibujaba con ella lo que se le pudiera ocurrir para sacarle una sonrisa a Alejandra.
Mateo pensaba que su amor duraría para siempre, que a los doce podría hacerla su novia, que viajarían juntos a Grecia y que se casarían un día en alguna de las islas.
Pero la felicidad de Mateo se quebró cuando un chico mayor de 15, con características físicas similares a las del estúpido de Paris, se robó el corazón de Alejandra y la hizo su novia cuando ella tenía apenas 13, un año antes de que él le confesara su amor y la hiciera suya para siempre.
Mateo sufrió tanto que su madre lo cambió de escuela pensando equivocadamente que todo se debía a la presión escolar. Lo metió en un instituto con un sistema más relajado y enfocado en cuestiones creativas.
Como Mateo estaba dolido con las musas y todo lo que tuviera que ver con las bellas artes y la influencia de los griegos, se inclinó por la fotografía. Sacar fotos le permitió encontrar un refugio en el exterior y capturar la belleza del presente para quedarse con ella intacta y para siempre. Con el paso de los años, la fotografía se convertiría en su nueva y única pasión.
El amor por Alejandra se quedaría para siempre en su corazón como la honda huella de un amor empedernido y romántico que tuvo que suprimir paulatina y dolorosamente con los sollozos que absorbió su almohada mientras las lágrimas hacían borrosas las estrellas que neciamente se metían por su ventana.
ESTÁS LEYENDO
El amor de Verónica © (Pausada)
RomanceSu tercer amor fue Xavier. Era alto, muy blanco y de ojos castaños y profundos. Su blanca piel era como de plástico grueso. Verónica la recordaba adornada de pequeñas gotas de sudor que rodaban rápidamente hasta esconderse bajo su camisa blanca y bi...