2: Caribdis

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Ni talento ni dinero. Así se lo dijo a mi pobre escritor que, abatido y sin aliento, volvía a casa conmigo bajo el brazo. Las ofensas le cargaban la espalda y le daban dolor de cabeza. Le oía susurrar que quizá había sido precipitado, es decir, ¡su primer libro! A lo mejor no era tan bueno como pensaba...
Lo que necesitaba, se dijo, era una opinión que no fuese suya. Sí, porque claro, él lo había escrito. Era como el escultor que, aun no terminada la obra, ya ve el magnífico resultado y dice "¿no lo ves? ¡Maravilloso!". Pero, ¿cómo va a verlo?
Pasaba la mano por su extraño cabello, y juraría que podía ver volar sus pensamientos con cada movimiento de ésta. ¿Era buena idea compartirme?
Tras muchos días silenciosos y golpes de enfado a la mesa, tomó una decisión. Acarició mi lomo como si temiese que aquel fuera nuestro último encuentro, y yo, cual asustada amante, quise gritarle que no lo hiciese, aunque no supiera qué iba a hacer.
Me acercó a su pecho y sentí su calor y latidos. ¿Por qué nadie más me quería así? ¿Por qué le decían cosas tan crueles de mí? Para él era como si insultasen a su mujer, a su hija, a su madre. Le dolía tanto que me dolía a mí. ¿Me dolía? De nuevo volvía el pensamiento de estar vivo sin sentir nada.
Mi escritor decidió que alguien tenía que leerme para así saber cuáles eran los fallos que poseía, y de entre todas las personas de las que me habló entre los susurros de la noche, escogió a la menos indicada.
Los rizos adornaban el marco de su frente cuando abrió la puerta a mi -ya no tan- joven amo. Sonrió jurando promesas de amor eternas que ambos sabíamos eran mentira. Antes de retirarse le pidió dinero para sus caprichos, y mi padre le entregó las monedas que llevaba encima, dando las gracias por ayudarle a corregir mis errores.
Aquella mujer era la peor harpía que podrías encontrarte en la leyenda de Heracles*. Tan mentirosa como la esposa de Barba Azul al decir que no abriría la puerta*.
Me subió al desván y dejó que el polvo se acumulase sobre mí durante tanto tiempo, que de verdad creí que allí me quedaría para siempre, con el triste y único recuerdo de mi escritor embargado por todos los sentimientos de los que solo yo había sido testigo.
Al fin, un día en el que ya no sabía ni la estación en la que estábamos, la trampilla del desván se abrió. Quise correr y salir de allí, saltar de alegría, llorar. Pensé, por un mísero segundo, que vería entrar en la estancia a mi malgastado hombre.
Pero no.
Ni siquiera era la señora de largos rizos que enloquecía y maltrataba a quien yo quería. Era alguien mayor, de tez grisácea, con mirada cansada y envejecido por los disgustos. Si mirabas bien, te dabas cuenta de que su edad distaba de su apariencia. Era un sabio, ¿pero de qué?
Que quede claro, pues mi escritor siempre lo dice: todos somos muy ignorantes, mas no todos ignoramos las mismas cosas. Si alguien es sabio, sabe mucho de algo, pero imposible que sea de todo.
Aquel señor llegó hasta donde yo estaba, y detrás de él apareció aquella Caribdis* que quería tragarse el mar imaginario de mi padre.
‹‹Corrígelo››, le dijo, y luego le entregó unas sucias monedas.
El hombre se sentó en un anciano escritorio del desván y me acarició con ternura. No era el mismo cariño -ni de lejos- con el que me acariciaba mi creador, pero me conmovió tanto que deseé agradecerle. Lo único que conseguí fue girar un poco la esquina del folio cuando me abrió. Leyó el título sujetando sus gafas con los dedos índice y anular,e hizo una mueca como si dijese "veamos".
-Entre árboles de penumbra marchita, la joven Marta caminó por la soledad...-leyó en voz alta, y me estremecí.
Ese era yo, ¡yo! Me estaba leyendo, no puedo explicar lo que sentí. Quería darle buena imagen, así que me puse recto y sentí cada gota de tinta que me adornaba.
Aquellas letras, palabras y frases que creaban mundos ya no eran mías, ni de mi escritor. Ahora estaban creando más allá de una sola mente, de un papel en blanco donde mi padre se había sentido tan libre como ningún otro ser.
Y entonces lo recordé: yo era perfecto, era la creación de un gran hombre, de alguien que podría enamorar a cualquiera si le hubiesen visto como yo lo veía.
Yo le amaba, y la única forma de demostrarle mi amor era compartir lo que yo era. Quería que aquel hombre sabio me leyese y admirase, que dijera '¡fantástico!'. Quería hacerle reír, llorar, evadir lo que le rodeaba. Y lo iba a conseguir, seguro, porque yo era perfecto.
Al menos lo fui hasta que acercó algo desconocido -hasta entonces- hacia mí y, causándome un gran dolor, comenzó a rasgar la tinta de una de las frases favoritas de mi amo.
Cuando sacó una ornamentada pluma negra de esquinas blanquecinas del bolsillo de su chaqueta, supe de qué sabía aquel señor; de libros.
Lo que no esperaba, para nada, era que se atreviese a escribir encima de lo que había borrado, por muy sabio que fuese, pues yo era, había sido, perfecto.
Entonces me di cuenta, de pronto, de que aquel era el mundo que veía a través de la lluvia del cristal.
No me gustó.
El mío, sin duda, era mucho más bonito.

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Si tenéis dudas de las menciones de los asteriscos preguntadme, son importantes, sobre todo la de Caribdis.

Memorias de un LibroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora