Prefacio

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Una de las cosas que Elise más amaba era el otoño

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Una de las cosas que Elise más amaba era el otoño. Si bien era cierto que el viento solía ser insoportable la mayoría del tiempo, los atardeceres que la época le ofrecía eran incomparables. Algunas veces —cuando era pequeña— miraba al cielo y se preguntaba si este sufría. Si sangraba. Si lloraba. Tal y como lo hacían las personas con las que convivía a diario, a las que amaba con toda su alma, o a las que simplemente miraba caminar por la calle.

Pero eso había sido antes. Ella había cambiado, y ya no creía que lo que había por encima de su cabeza pudiera sentir como cualquier ser vivo. Sin embargo, y aunque se atreviera a negarlo, cuando su padre murió, creyó más de una vez que el firmamento era un reflejo de aquello que sentía por dentro. Aquel día el cielo se tiñó de rojo... y ella se sintió sangrar. Cuando llegó el día del funeral, las nubes la observaron y lloraron por ella. Y después, cuando el cuerpo de su padre iba a ser enterrado, y por fin aceptó que una de las personas más importantes en su vida había muerto... lloró, en armonía con las gotas que caían.

Nunca antes se había sentido tan destrozada y sola. Por un momento deseó que alguien la sostuviera entre sus brazos, que la consolara diciéndole que todo estaría bien, pero la única persona que podía hacer eso estaba ahora bajo tierra.

Elise tuvo que correr muy lejos para que nadie la viera derrumbarse. Quitó las lágrimas de sus mejillas lo mejor que pudo. No quería que alguna de las personas que había en el lugar le tuviera compasión como la que ella tenía por su madre en aquel momento. Por un segundo, titubeó en su decisión. Quizá debía quedarse con su progenitora..., pero la verdad era que no se sentía con la fortaleza necesaria para sostenerlas a ambas. Para su madre había muchos seres queridos acompañándola ese día. Personas que quizá conocía de toda una vida y que obviamente eran un buen respaldo en un momento de agonía como el que estaba viviendo. Pero, ¿y ella qué? ¿Quién podía acompañarla, si ninguna de las personas que de verdad le importaban se encontraba en aquel lugar? Era un buen momento para ser egoísta, se dijo. Si nunca antes lo había sido, lo era justo ese día. 

Se preguntó si ya nadie la querría porque se había convertido en una muñeca rota y que nunca podría ser arreglada. Sentía que su mundo se había venido abajo y no sabía cómo hacer para volver a levantarlo. Ni siquiera tenía las fuerzas para tratar de hacerlo. Era débil. O al menos así era como se sentía.

Sus pies la llevaron lejos. El cementerio era como un laberinto, y se sentía tan atrapada como podía estarlo. Cuando estuvo lo suficientemente lejos, pensó un montón de veces que quizá debió quedarse con su madre y creer que quizá en algún momento ella iba a mirarla y decirle que todo estaría bien, que saldrían juntas adelante. Pero conocía a su madre demasiado bien, y la mirada que había en su rostro no iba a irse tan rápido, ni siquiera por sus hijas.

Siguió corriendo un buen rato hasta que sus piernas no pudieron más. Su cabello estaba húmedo por la lluvia y desordenado; de su cara estaba corriéndose el maquillaje que su hermana le insistió en usar. Sin embargo, la peor parte estaba en la parte inferior de su cuerpo. Algunas ramas se habían atorado en la falda de su vestido —ese que le hicieron ponerse y que no tuvo otra función que incomodarla—, y lo habían rasgado en algunas partes. En sus piernas había cortes poco profundos que ni siquiera se había dado cuenta que tenía, pero comenzaron a picar; y, con el agua que caía, ardían.

Luego de un tiempo, después de sentarse bajo un árbol, la lluvia comenzó a cesar paulatinamente. Unos ruidos extraños surgieron y cada vez se escuchaban más cerca. Un pequeño rayo de sol se coló de entre los árboles y fue como si un ángel apareciera ante sus ojos. Excepto que el pensamiento no tenía sentido en absoluto, y no era un ángel, sino una sombra corpulenta que, por supuesto, no tenía alas. Por un momento dejó de temblar. Pensó que la persona que caminaba hacia ella era su padre. Creyó que estaba alucinando, o que el hecho de haberlo visto morir no había sido más que una pesadilla, pero luego, cuando la silueta tomó forma y logró ver su rostro, la esperanza que se había levantado en ella, se fue una vez más. No era él. La persona que se acercaba a ella era joven, casi de su edad, y sentía que lo había visto antes. Su manera de caminar era familiar para ella y...

Fue ahí cuando se dio cuenta de que conocía a aquel muchacho. El cabello desordenado, aquellos ojos grises que le recordaban tanto a un cielo nublado —justo como el que había sobre sus cabezas en ese momento—, y aquella ligereza y seguridad con la que se movía. Incluso la preocupación que había en sus ojos le parecía conocida.

No hubo necesidad de más. Su nombre pareció ser susurrado por el viento.

Nathan.

—¿Estás herida? —preguntó, arrodillándose frente a ella. No le importó ensuciarse con el lodo. Su ceño se frunció en cuanto vio las piernas magulladas de la chica y de repente sus dedos estaban acariciándole las mejillas. Fue un gesto extraño para ella, hasta que recordó que por un segundo había dejado de temblar. Nathan estaba acariciando sus mejillas porque ella seguía llorando.

»Tranquila, Eli —dijo él con una voz tan afligida que Elise se preguntó si ella era en realidad quien debía consolarlo; intentó tomarla en sus brazos, pero ella se negó de inmediato; no quería volver a donde todos los demás estaban—. Vas a enfermarte, Eli. Ya no hay nadie allá, no tienes de qué preocuparte. Ven conmigo —susurró, sabiendo a lo que ella le temía—. No puedo prometerte que todo estará bien, pero estaré contigo todo el tiempo si tú así lo quieres.

Cuando quiso decir que sí, se dio cuenta de que no podía hablar. No podía controlar su respiración, su cuerpo se sacudía con el llanto. Solo asintió y luego miró fijamente a su amigo. Seguía arrodillado, y de repente estaba besándola en la frente. Fue solo un pequeño toque, pero produjo un cosquilleo en su piel que no quería detenerse. Los pulgares de él se entretuvieron en sus mejillas, y una extraña sensación de paz se extendió a través de ella solo con su tacto. Él la miró a los ojos mientras trataba de retirar la lluvia y las lágrimas, mientras Elise se preguntaba si estaría con ella el tiempo que fuera necesario.

Ella no se dio cuenta de que las lágrimas no dejaron de derramarse después de que las primeras cayeron, pero ahora se estaban calmando porque alguien estaba con ella. Quizá nunca dejarían de caer, pero los dedos del chico estaban ahí, dispuestos a secarlas con ternura. Y sus brazos, estaban ahí para sostenerla.

Del tiempo fugaz que pasamos juntosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora