El buen vecino - Capítulo I (1)

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I

Por qué creemos que mientras vivamos en una sociedad moderna, nuestros hijos están a salvo. Por qué no podemos entender, que el instinto animal aún fermenta en el interior del ser humano y, en ocasiones, ese instinto supera nuestra capacidad de racionar y actuar considerando las consecuencias de nuestras acciones. ¿Nos engañamos a nosotros mismos? O preferimos cerrar los ojos, ignorando la realidad que nos rodea.

*

El color meloso del sol saliendo por la mañana, levantaba el telón de un nuevo día, calentaba las plumas de las palomas en los tejados, y se imponía sobre todas las criaturas de este mundo, aunque muchas de ellas intentaban ignorarlo. Hacia un par de horas que la ciudad había iniciado su latir rutinario y los seres mañaneros que deambulaban como zombis, estaban más interesados en leer el periódico, seguir disfrutando de su café o continuar con sus quehaceres, en vez de fijarse en algo tan simple y a su vez extraordinario, como el nacimiento de un nuevo día.

Adriana, la hija de los vecinos del 5ºA, tampoco se fijaba demasiado en los regalos de la vida. A sus catorce años, se preocupaba más por su aspecto y por los asuntos de moda, que por su familia y sus estudios. Su cara redondeada y de piel suavemente tintada como el azúcar moreno, despertaba en los que la conocían un implacable deseo de acariciarle las mejillas o pellizcárselas, que es lo que hacían sus tíos. Con su cabello moreno hasta los hombros, sus ojos de color marrón profundo y su esbelta figura, propia de las niñas de su edad, era dulce e inocente; creyéndose que lo sabía todo sobre la vida sin apenas haberla vivido. Sus padres, una típica pareja de cuarenta añeros, lidiaban con el día a día, con el trabajo, la casa, y las exigencias de la recién coronada adolescente. La batalla de las hormonas contra la sensatez, habían iniciado su inexorable guerra y como siempre los que más sufren son los padres y resto de familiares cercanos. Nada extraño, ni fuera de lo común.

Los ladrillados edificios en los que vivían, rodeaban un pequeño parque con árboles, césped, boñigas de perro y columpios. Por las mañana, cuando se regaba el parque, el olor a frescura y la agradable textura de la llovizna artificial, agradaba a los peatones que dibujaban una disimulada sonrisa en sus rostros mientras se dirigían hacia sus trabajos. Lo único que en ocasiones molestaba, era el perro del edificio de enfrente, que siempre ladraba antes que la mayoría de los despertadores del vecindario y al final callaba cuando la mayoría de vecinos se había marchado. Aunque tampoco podía considerarse como un asunto demasiado grave.

Adriana siempre realizaba el mismo recorrido. Era rebelde aunque de costumbres fijas. Le gustaba pasar frente a la panadería de la esquina para disfrutar del cálido y absorbente olor a pan; le gustaba cruzar la calle Rodríguez, donde los padres recién nombrados dejaban apresuradamente a sus hijos en la guardería antes de irse a trabajar. El llanto de los pequeños y los desesperados, aunque contentos, rostros de los padres, le recordaban un chiste de mal gusto que le resultaba extrañamente gracioso. Por último, diez minutos antes de llegar al colegio, se paraba y tocaba el timbre de la casa de su amiga Clarís para acabar el trayecto juntas.

Clarís era una niña que destacaba sobre las demás. Había heredado las facciones fuertes y cuadriculadas de sus progenitores. La pareja de alemanes se había mudado al barrio hacía ya mucho tiempo y Clarís había nacido aquí y, a pesar de su impecable dominio del idioma, de vez en cuando se le escapaba alguna que otra palabra con acento germánico. Se podía decir que era una niña de lo más común, que destacaba más por su educación y amabilidad que por sus atributos físicos.

Cuando se conocieron, hace siete años, lo primero que se les pasó por la cabeza era pelearse. Debe de ser cierto que las personalidades afines se encuentran a sí mismas tras un conflicto, o que los mejores amigos se hacen a base de fuego. Ese era el caso de las dos chicas. Distintas, idénticas e inseparables.

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