El buen vecino - Capítulo II (2)

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II

El viento tambaleaba los árboles del pequeño paseo frente a los edificios anaranjados. Los columpios situados en el centro, repletos de niños pequeños trotando sin sentido y divirtiéndose a raudales, chirriaban una canción de cadenas medio oxidadas de la que todos estaban acostumbrados. El tobogán, alzándose como una torre medieval sobre los niños, recibía golpes y risas a modo de agradecimiento, sin quejarse. Las hojas que se deslizaban hacia el suelo, enrojecidas y arrugadas por el cambio de estación, desentonaban sobre la verde y fresca hierva que se regaba durante las mañanas y los tubos negros del sistema de riego se extendía a modo de telaraña por toda la superficie.

En la casa del señor Galera, los albañiles entraban y salían sin parar. Se cargaban de materiales, recogían herramientas y almorzaban repetidas veces. El señor Galera ni se inmutaba cuando observaba a los obreros que perdían el tiempo y se recreaban con el parloteo propio de los colegas de trabajo. Las prisas son para los ladrones. –Pensaba-. Y él era de todo menos un ladrón.

Su casa era la única en el barrio. A primera vista parecía algo ridícula. Una casa independiente rodeada por un jardín vallado acosada por los edificios de ocho plantas, llamaba mucho la atención y a la vez causaba un efecto tranquilizador. En el lateral derecho del marco de la puerta, había grabada la frase “BIENVENIDO SIEMPRE” con letras góticas y muy grandes. A las dos chicas, la primera vez que vieron la frase de reojo mientras uno de los obreros sacaba escombros, les llamó la atención y se acercaron a la valla de madera robusta para observarla de cerca. ¿Qué clase de persona escribe eso en su puerta? –Preguntó Adriana-. Ambas se mantuvieron en silencio pensando en esa pregunta e imaginándose a un cura o a un anciano peliblanco. Pero pronto descubrirían que el señor Galera no respondía a esa descripción.

Días más tarde, las niñas se percataron de un movimiento extraño en el jardín del misterioso vecino. Era sábado, y el habitual vaivén de los albañiles había cesado. Un limonero situado en la esquina derecha de la fachada, con la parte inferior ocultada por la valla, se agitaba bruscamente. Sus frutos que aún eran verdes, se resistían agarrándose con todas sus fuerzas a la inmadurez, aunque las hojas se desprendían como gotas de lluvia que se desprenden del cielo. El ruido de los rastrojos crujiendo y el arrastre de algo por su superficie, les ponía los pelos de punta.

- No consigo ver nada. –Dijo Clarís-.

Se puso de puntillas y estiró los brazos para cogerse del borde. 

- Es mucho más fácil cuando la puerta está abierta. –Musitó Adriana-.

El ruido cesó y el árbol se calmó. Sin las mochilas y calzando deportivas rosas pero de suela blanda, las dos amigas podían correr más deprisa, y lo sabían. El corazón se les aceleró y, a pesar de la brisa fresca, empezaron a sudar.

- No oigo nada. –Dijo Clarís en voz baja-.

- Marchémonos de aquí. 

- ¡No! Quiero ver quién es el dueño de la casa.

- Te digo que quiero irme.

- Cállate Adriana. No seas miedica y ayúdame a subir.

- Te digo que no es buena idea.

Adriana juntó las dos manos y entrelazó los dedos formando un punto de apoyo donde Clarís pisó con fuerza y se impulsó asomando la cabeza por la valla. En la base del limonero, las hojas caídas esperaban ser recogidas o desgastarse con el tiempo hasta pudrirse. Muy cerca de allí, un montoncito de hierba seca, restos de ladrillos rotos, pegotes de cemento seco y un par de bolsas de plástico despedazadas, formaban un círculo de colores sobre el césped verde. No veía nada fuera de lo común.

- ¿Os puedo ayudar señoritas?

Distraídas y con tanta tensión, no se percataron que un hombre de cuarenta años, con la frente calva y el resto de la cabeza cubierta de pelo rizado pero corto, las estaba mirando mientras fisgaban en su propiedad.

- ¡Cuidado! –Exclamó el señor Galera-.

Clarís, que no se esperó toparse con el dueño de la casa, se soltó de la barandilla, perdió el equilibrio y se cayó al suelo sin que a Adriana le diese tiempo a reaccionar. Cuando se vio en el suelo, dobló su pierna derecha hacia el abdomen y la abrazó con fuerza; se había hecho daño en la rodilla y el carmesí de la sangre cubrió la joven e inmadura piel.

- ¿Te encuentras bien? –Preguntó el hombre con cabeza de monaguillo-.

- Lo siento mucho señor. Mi amiga y yo…

El hombre interrumpió a Adriana con una sonrisa.

- No te preocupes por eso ahora. Pasad dentro para que limpiemos esa herida y de paso os invito a un refresco.

La inmaculada casa, tranquilizó a las dos chicas. El hombre de mediana edad, atento y cortes, las cautivó enseguida. Su afable cara, voz angelical y con sus modales de aristócrata, les hizo olvidar sus anteriores preocupaciones, y ese  ser extraño que se arrastraba por el jardín, quedó como un producto de su imaginación o un simple desoír del sentido común.

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