El buen vecino - Capítulo III (3)

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III

Las siguientes semanas transcurrieron plácidamente. Las dos chicas, encantadas de haber descubierto a su encantador y nuevo vecino, se pasaban de vez en cuando por su casa para degustar unos exquisitos pasteles que le traían de Turquía, junto con un refresco de limón o naranja. Los cuadros del salón, de momentos felices y cotidianos, les causaban una placida y tranquilizadora impresión. Y como ocurre casi siempre a esas edades, las dos chicas preferían estar en cualquier parte excepto en sus casas.

Una noche, Adriana se había acostado temprano y, aunque no había visitado al señor Galera desde hacía bastante tiempo, empezó a pensar en los pasteles que les ofrecía a ella y a su amiga, esbozando una sonrisa en la comisura de la boca. También recordó la forma en que se conocieron y el extraño ruido que ambas oyeron en aquél día. Qué más da. ¿Por qué tengo que recordar estas cosas ahora mismo? –Pensó y se dio la vuelta agarrando su almohada-.

La noche, de un oscuro profundo y falta de luna, se entrecortaba por culpa de una farola a pie de calle que parpadeaba molestando al silencio. El almidonado crujido de las sabanas recién lavadas, imperceptible aunque siempre presente, acariciaba los oídos de Adriana hasta que de repente abrió los ojos de par en par. El armario frente a su cama estaba cerrado; los muñecos en los estantes y los postes de los cantantes del momento que había pegado por las paredes, la miraban fijamente. Sin ojos y sin expresión. Adriana se asustó y se tapó la cara hasta la parte superior de sus mofletes con la sábana, dejando los ojos al descubierto. Ya soy mayorcita para estas chorradas. –Musitó para sus adentros-. Se sentó en la cama y encendió la luz de la mesita de noche. Las princesas de la lámpara también despertaron, e iluminaron el entorno. Sonrientes y ajenas a lo que sucedía en el resto del mundo, las princesas alegraron la vista de Adriana y se arrepintió de querer deshacerse de ellas porque ya se había hecho mayor.

Apagó la luz dirigió su mirada hacia la cortina y se dio cuenta que a través de la rendija de la persiana, los destellos de la farola averiada atravesaban las hojas blancas y se colaban en el interior de la habitación igual que finos cortes de una navaja luminosa. Adriana se levantó y cerró la persiana hasta abajo, acabando con la intrusión de la luz molesta. Con la punta de los dedos de los pies, se deslizó por el frío suelo y de un salto se volvió a meter en la cama.

Los engranajes del despertador que le había regalado su abuelo, viejos aunque tremendamente precisos, se le calvaban en la cabeza impidiéndole descansar. Sus ojos por fin se habían adaptado en la oscuridad y escrutaban el techo y las paredes en busca de tontunas, de monstruos repartidos por los estantes y fantasmas de sabanas blancas encadenados a bolas de hierro oxidadas. Y algo se arrastró bajo su cama.

                La piel se le erizó y se le puso dura como a las escamas de un reptil. ¿Será eso lo que se arrastra ahí abajo? –Pensó-. ¿Un reptil? El ruido no se acentuó pero tampoco cesó. Se oyó un seco raspado, sintió un golpe en una de las patas y, de repente, la cama se movió. La saliva se le pegó en la boca y le impidió poder tragar. Su voz se había apagado por culpa de la tétrica sensación de impotencia y desesperación; el sudor recorría su frente angelical, transformándola en un espejo de pesadillas. Pronto sería engullida por la oscuridad.

Tomó un sorbo de aire y exhaló con desesperación. Y así, una y otra vez hasta que se mareó un poco. Con su cerebro sobre oxigenado y los pensamientos paralizados, decidió asomarse y ver a la criatura que se escondía bajo su cama. Con manos temblorosas y muy despacito, se agarró a la mojada sábana y asomó la cabeza.

¡Gggrrrrrrrrr!

La viscosa criatura la miró con ojos de demonio que despedían fuego. Sus patas cortas sólo servían para distinguirse de entre las serpientes, ya que no era ni reptil, ni mamífero, ni de este mundo. Unos dientes afilados de color plata asomaron por sus agrietados labios… y se tiró al cuello de Adriana.

¡¡¡Aaaaahhhhhhh!!!

El grito de la niña alertó a sus padres que entraron en la habitación corriendo. Ese grito no era muy normal para una pesadilla. Encendieron la luz y vieron a Adriana como se aferraba a la falsa sensación de seguridad que le proporcionaba su cama y las sabanas. Empapada de sudor, temblaba y tiritaba como si una tormenta de granizo la hubiera sacudido y golpeado hasta destrozarle los nervios.

- ¿Qué te pasa hija mía? –Preguntó su madre que se sentó a su lado-.

- Bajo la cama… un monstruo.

Su padre se acercó, se puso de rodillas, levantó las sabanas que colgaban por la orilla y miró con atención.

- Aquí no hay nada cariño. Sólo ha sido una pesadilla. –Dijo su padre-.

- Y de las buenas. –Añadió su madre-. Menudo susto nos has dado.

La niña se encontraba a salvo de monstruos y seres imaginarios, pero no de su imaginación. Cuando por fin se calmó, besó a sus padres como no lo había hecho desde hacía ya mucho tiempo y se acostó de nuevo.

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