No puedo imaginar la altura de esta torre

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De nuevo, me despierto en la noche sofocado con otro sueño. He vuelto a ver la Torre del Recuerdo, erguida sobre el Mar Gélido. La recuerdo clara en mis pensamientos, no logro sacármela de la cabeza. Se escucha el agua correr cerca, y Tizona sigue ahí de pie, dormida, mientras yo trato de acomodarme, estirando de la clámide, que se resiste con mi peso. Me enrollo en la manta, y trato de volver a dormir, sin conseguirlo. Estoy demasiado ansioso para hacerlo, aún incluso con lo cansado que es pasar el día al trote siguiendo este sendero. Llevo cinco días de camino, deteniéndome sólo para dormir y hacer mis necesidades. Tizona y yo ya nos hemos hecho buenos amigos. Atravesamos las llanuras hasta alcanzar el río, siguiendo un sendero que terminó desapareciendo. Tuve que seguir un canal hasta el río. Lo bordeé por su vertiente sur, hasta donde los afluentes se unían. Cruzarlo fue difícil, pues el Ethir-Elo bajaba con el deshielo del invierno, pero pude encontrar el paso, aunque no era lo que me esperaba. Allí debía a encontrar a Idrid, una elfa que, según me habían dicho, debe haber cuidado el paso durante mucho tiempo... Pero lo que me encontré fue desolador. La casa había sido arrasada, quemada hasta los cimientos. No había nadie, así que no me entretuve. Crucé el río y lo remonté por su vertiente norte, hasta dar con el camino. Éste me ha traído por hermosos valles, con prados llenos de florecillas. He creído ver a lo lejos un grupo de venados. Ha sido un camino bonito, debo admitirlo, a pesar del horror del Puente de Idrid. Llevo sin hablar desde hace cinco días, pues no me he cruzado a nadie. Y estoy nervioso, ansioso por saber qué me voy a encontrar al final de mi camino, aunque de momento debo pensar en lo que tengo por delante. Mañana debería llegar a Karak-Ethin.

No logro conciliar el sueño hasta que surgen las primeras luces, allá en lo alto, tras las altas montañas. Pero algo no tiene sentido. Entre las cumbres más altas veo asomarse el sol, al este, pero parece nacer en el mismo cielo. Sobre las montañas, un grandioso horizonte divide el cielo. Hacia el este sólo hay noche, y rasgando el horizonte, la incandescente bola del sol surge con un nuevo día. Es asombroso. Siempre he oído que tras las Montañas del Anochecer se halla un extenso desierto nocturno, y por tanto, sobre las montañas hay un anochecer perpetuo, inexplicable en otro lugar. Yo debo encontrarme aún al oeste, pues el horizonte que parte el cielo sobre las montañas aún nevadas se halla demasiado hacia el este aún. Es más, no puedo estar seguro, pero diría que las noches se han hecho más largas. Ésta es la segunda vez que me despierto en plena noche, incapaz de dormir más. Puedo estar ansioso, pero esto tampoco es normal. En todo caso, no pienso perder más tiempo aquí entumecido. Me desperezo, y me quedo sentado. Saco de mis fardos la bolsa de la comida, para coger algunos mantecados. Están hechos de avellana molida y miel, y están deliciosos, aunque empiezo a estar cansado de comer siempre lo mismo. Después doy un buen trago de agua, enjuagándome la boca. Me trago lo que queda de los mantecados, y comienzo a recoger. Después de lavarme la cara en el riachuelo, monto a Tizona y reanudamos el paso. No dejo de admirar el espectáculo que supone el sol surgido de la propia noche, del horizonte que forman ésta y el día. Jamás pensé que lo vería con mis propios ojos.

El sendero sigue atravesando el valle junto al riachuelo, por donde baja un agua clara y fresca, y sobre nuestras cabezas una bandada de aves vuela hacia el noroeste, formando una enorme cuña. Las montañas crecen a un lado y a otro, cubiertas de una espesa capa de bosque. Los abetos crecen a escasa distancia de mí, parece que respeten la magia del valle, dejando al riachuelo discurrir. Las flores crecen por doquier, rojas, amarillas, blancas y azules. Y yo respiro hondo el aire puro de las Montañas del Anochecer.

Paso toda la mañana practicando con la lira sobre Tizona, como estos días atrás, pero cuando el sol ya abandona el cénit, vislumbro lo que puede haber sido la ciudad enana. Aún lejos, se eleva una muralla partiendo el valle. El sendero sigue hasta una gran arcada, que debe ser la entrada a la ciudad. Es una enorme estructura sobre el camino, con dos torres a cada lado, de la que nace la muralla. Me detengo para verlo bien, mientras me acabo otro mantecado de avellana. Allá, entre las cumbres, veo estructuras adosadas a la pared. Están a ambos lados del valle, levantadas a gran altura, adheridas a la roca entre los árboles del espeso bosque. Algunas estructuras se elevan más, formando torres chatas de planta cuadrada. Creo que he llegado a Karak-Ethin. Acelero el paso, aunque no demasiado, pues tampoco quiero llamar la atención. En las puertas que dan acceso a la ciudad no parece haber nadie. A medida que me aproximo veo las almenas libres de centinelas, aunque aún permanecen, como en un recuerdo que se esfuerza en perdurar, los pendones y estandartes enanos. Están roídos y maltratados por el tiempo, pero siguen ahí colgados, advirtiendo a quién perteneció esta poderosa ciudad.

El Triángulo SagradoWhere stories live. Discover now