1. Crash

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Hacía noche de tener las persianas levantadas por lo menos a cinco palmos de la peana, pero por alguna razón ellos nunca la levantaban. Pero tenían un as en la manga que solo llevaban a cabo en las noches calurosas de verano. Y nadie sabía por qué, tampoco creo que alguien se lo preguntara con demasiada asiduidad o curiosidad. Solo cuando pasaban por aquella vivienda (que más que un espacio habitable parecían escombros apunto de derrumbarse definitivamente). Yo era de esas personas que se preguntaban por qué ellos vivían allí, en una casa en la que había más mugre que techo y más tabaco y dióxido de carbono junto que ventilación, pero naturalmente, nadie supo darme una respuesta coherente. Pero claro, yo siempre he sido muy curiosa. 

"—Esos solo son deshechos sociales, no pierdas tu tiempo en pensar en ello".

"—Céntrate en tus estudios y no te juntes con esa gente mala, perderás la cabeza".

"—Esos muchachos están locos, locos de remate. ¿Cómo quieres saber qué pasa por la cabeza de un loco? ¡Ni siquiera podemos comprender la nuestra y nosotros estamos cuerdos, niña!"

  Fueron muchas las explicaciones que escuché al cabo del tiempo, a cada cual más escalofriante, como habéis podido leer. Sin embargo, la única que totalmente me convenció provino de aquel ser oscuro que en su interior tenía más luz incluso que el propio sol. Si te acercabas a él, te quemabas; si te alejabas, no podías continuar viviendo como si tal cosa. Imperecederamente, los extremos han sido peligrosos y a mí siempre me ha costado localizar los puntos medios.  

"—No puedes comprender un corazón roto si no te lo han arrancado de cuajo del pecho y lo han pisoteado delante de tus propias narices. Y tú, ahí, sin corazón, has llorado el dolor. Porque aunque estés destrozado, podrido o muerto por dentro, con el corazón parado o bombeando cada cuarto de segundo, el dolor sigue germinando. Hasta entonces, no podrás saber ni quiénes somos ni por qué elegimos esto ni en qué circunstancias".

Lo que nunca comprendí de él fue que se preocupara tanto por proteger ese libro tan ajado con el paso del tiempo. Casi parecía que escondía en él las claves para asegurar la vida eterna o para adivinar los resultados de la lotería por los próximos 50 años. Sea como fuere, no se separó de él, nunca. 

Hubo tantas cosas que se escaparon a mi entendimiento, que no supe captar o que relacioné demasiado tarde, que aún a día de hoy sigo preguntándome si aquello no fue acaso un sueño, una mala pesadilla o una utópica dimensión lejos de la realidad. 

Pero volviendo al tema, aquella noche parecía hecha para levantar las persianas. Tal cantidad de estrellas conglomeradas en constelaciones se podían observar que casi asustaba el darse cuenta de lo pequeña que se era en relación a la inmensidad del Universo. Yo miraba al cielo embobada mientras me acercaba al contenedor de basura. Mi madre me mandaba de forma periódica cada dos días a tirar la basura (otra cosa es que finalmente me decidiese a bajarla), pero aquella noche bajé. ¿Sabéis estas casualidades tan puntuales que tienen lugar en un determinado espacio y segundo en la vida? Esas oportunidades aparentemente nimias que nos ofrece la vida y que, vete tú a saber por qué, aceptamos sin rechistar. Porque en ese momento nos apetece, digamos. El caso es que yo hacía meses que no bajaba la basura y aquella noche me decidí. Yo vivía a dos paradas de bus del instituto, a tres calles de la tienda de cómics y a diez pisos y dos establecimientos del contenedor de basura... Irónica la vida en algunas ocasiones: nos pone más cerca lo que menos atención nos produce. 

Sin embargo, iba yo acercándome a mi destino con mis zapatillas de estar por casa lilas de círculos rosas y blancos y mi pijama de entretiempo tan casual que mi madre calificaba como "esos trapos viejos que iba a utilizar para limpiar la estantería del salón", cuando algo me obligó a frenar en seco. No sé si en alguna ocasión habéis visto una película de superhéroes o... O cualquier película procedente de Hollywood en la que haya una pelea (podríamos englobarlas a todas, pero no me gusta generalizar). Esa escena en la que el puñetazo que recibe el protagonista es tal, que vuela unos metros de su posición inicial y cae al suelo, escupiendo pequeñas gotas de sangre que acaban por descansar en el frío asfalto. Ese segundo en que el personaje jadea de tal manera sobre el suelo que parece que va a vomitar los pulmones. Ese instante en que el antagonista está a punto de lanzar su ataque final con el que acabará con su obstáculo. Cuando tiene ya la pistola cargada, a punto de disparar; las chispas crepitando en su mano supersónica de la que salen despedidos rayos mortales; la katana en pos de cortar cada milímetro del cuerpo como si fuera el puerro que vas a trocear para hacerte un caldo. Ese momento de tensión, de drama, de catarsis absoluta en el que tú, en tu sofá, abrazada al cojín de funda cutre, con la boca abierta, la respiración entrecortada y el corazón en un puño solo puedes susurrar: "No, no por favor", y por dentro, solo piensas: "Dos horas y media de no levantarme ni para ir al baño no pueden terminar así, por favor". Estás a punto de cagarte en cada una de las madres de todos los guionistas que han participado en la película, cuando, de repente, ocurre: milagro. Sucede aquello que activa tu resorte y vuelves a respirar, y recuerdas que, es cierto, el bien siempre triunfa. 

SkumfukDonde viven las historias. Descúbrelo ahora