2. Tierra firme

39 4 0
                                        


Me desperté al cabo de media hora (¿o acaso fue una hora después?). No podía saberlo con exactitud, solo pude apreciar que el cielo estaba más oscuro que cuando caí al suelo sin sentido. Levanté la cabeza unos milímetros de aquella superficie adoquinada, pero inmediatamente después un dolor atroz, similar al de la resaca tras una noche "movidita", me hizo volver a pegarla contra el suelo. Cerré los ojos y emití un gruñido que apenas se escuchó: aquel ser endemoniado había logrado dejarme afónica. Fue al notar que mis cuerdas vocales apenas concebían un hilo de voz, cuando recordé la agresión que había sufrido hacía poco tiempo, pero por alguna razón, solo pude recordar aquella parte de la historia. Con suma rapidez y nerviosismo (he de reconocer que mis manos empezaron a temblar) palpé cada centímetro de mi cuerpo para comprobar mi estado. Comencé por la cara, que no presentaba ningún rasguño y baje por el cuello, el cual sí que sentí hinchado y magullado, es más, me costaba tragar saliva. Acepté con un resignado suspiro que bastante había hecho por salvar aquella parte de mi cuerpo y que aquella herida sería visible, por lástima, durante días —quizá semanas— y de esta manera, seguí bajando. Pude comprobar que todo estaba en su sitio, y pese a algún rasguño (alguna herida en la rodilla que casi no sangraba) todo en mí era aceptablemente lógico. 

Tras este pequeño estudio anatómico de mi cuerpo decidí que ya era hora de volver a casa (o al menos de intentarlo), más que nada porque hacía por lo menos una hora que había salido a tirar la basura y mis padres estarían preocupados —al menos yo pensé que lo estarían.

Hice el amago de levantarme tres veces y no fue hasta el cuarto intento cuando por fin pude lograrlo, pero entonces, tropecé. ¿Recordáis aquellas casualidades tan singulares que ocurren en la vida que cité anteriormente? Pues he de decir que si no fuera por ellas, nos saltaríamos lo más obvio de nuestra existencia; lo que tenemos tan a simple vista que no vemos. Ocurrió entonces que al tropezar, volví a caer contra el suelo —esta vez fue de bruces—, pero en aquella ocasión mi boca no se chocó contra el duro asfalto, sino con un trozo de papel escrito. Extendí los brazos, recogí aquella pequeña hoja como pude y leí, en un caligrafía altamente ilegible y desdeñosa, que denotaba que había sido escrito con prisa: 

"El mundo entero es un teatro, y todos los hombres y mujeres simplemente, actores. Todos tienen sus entradas y salidas. Gracias por entrar en escena e interpretar tu papel en el momento justo. Te debo una. Quizá miles. 

Hasta la próxima. 

S. K.

Entonces, comencé a recordarlo todo: el camino hacia el contenedor, la pelea, mi bolsa volando, aquel chico en el suelo mientras el otro me ahogaba... Todos aquellos recuerdos fueron encajándose unos con otros como si fueran las piezas de un puzzle que mi mente acababa de completar. Naturalmente no tenía ni idea de quién era ese supuesto "S. K.". Es más, casi estaba rezando para que no fuera el que me había agredido, pues una mezcla entre puesta de sentimientos me había embargado: por un lado sentí cierta simpatía al observar que aquel chico había utilizado una cita de Shakespeare para darme las gracias; y por otro, miedo, puesto que finalizaba el mensaje con un "Hasta la próxima" que indicaba que habría otro encuentro entre nosotros dos. Otro encuentro con uno de esos dos desconocidos: un héroe indefenso y moribundo o un cruel villano y asesino sin escrúpulos. 

Desde aquel preciso segundo, aquel "S. K.", aquella nota, aquella atmósfera tan cargante, aquel cielo tan estrepitosamente estrellado, e incluso la vida, supusieron un interrogante para mí y la inflexión entre lo que había sido mi sarcástica vida sin gracia y el inicio de aquella utópica realidad que acabó de una forma casi inesperada y efímera, como una estrella fugaz encuadrada dentro un cielo nocturno en pleno mes de julio. 

Y es que, como habrás podido comprobar, todo tiene que ver con las estrellas; con aquellos astros que a pesar de parecer ausentes a veces, siempre nos acompañan e iluminan nuestro camino más oscuro, casi como ocurre con algunas personas.

Sin embargo, en aquel momento me levanté y releí dos, tres, cuatro... Incontables veces aquella nota mientras caminaba. Salí del portal en el que aquel supuesto "S. K." me había dejado, crucé el asfalto donde había tenido lugar la pelea, volví a la acera desde donde había arrojado mi bolsa de basura y me encaminé hacia mi portal, todo ello inconscientemente. Al cabo de cinco minutos estaba llamando al timbre de mi piso. 

La puerta la abrió mi madre, ya vestida con el pijama de gatitos amarillo y casi medio dormida. 

—¡Por fin llegas! —bostezó—. Ya temíamos que junto con la bolsa de basura hubieses cogido también la maleta y te hubieras largado... Por eso de que ha sido muy raro que accedieras a colaborar a la limpieza de esta, tu leonera —se echó hacia un lado para que pudiera pasar dentro de nuestro piso y fue entonces cuando observó que me apretaba el cuello con fuerza—. Oye, ¿qué te ha pasado ahí...?

La miré con ojos vidriosos y apenas le hube susurrado un leve «mamá», me puse a llorar y la abracé tan fuerte como me fue posible. Ella se alarmó, por supuesto, no por el moratón ya tan pronunciado que presentaba mi cuello (que también), sino por mis lágrimas; hacía años que no lloraba delante de ella ni de nadie. Y realmente lo odiaba, pero en aquel preciso momento, cuando mis pies pisaron por fin tierra firme, me derrumbé por completo. Me sentí como los civiles que se habían alistado a la guerra y por fin volvían a su patria, a su casa, después de haber sobrevivido a aquella hecatombe. Mi madre abandonó su pose irónica y original ante la vida, y trató de consolarme. Me permitió una noche de silencio (se dio cuenta de que apenas podía hablar), y a pesar de mi deplorable aspecto, no le contó nada a mi padre ni a mi hermana pequeña, algo que mi pequeño ser interior le agradeció sumamente.

Aquella noche me fui a la cama con un amplio repertorio de novedades: con una nueva herida, con la estela de aquel recuerdo traumático; con un temor más que añadir a la lista de miedos adquiridos: salir sola a la calle. Con dos dudas: la primera, quién sería aquel chico anónimo y la segunda, qué había pasado con mi agresor. Y, finalmente, con la sospecha de que algo peor avecinaba con golpear mi monótona vida.

Lloré aquella experiencia durante toda la noche, parte sobre el pijama de mi madre, parte sobre la funda de mi almohada y en medio de aquella misma oscuridad que me estaba viendo flojear, decidí que nunca jamás volvería a dejar que ninguna otra persona me causara más daño, tanto físico como psicológico.

Sin embargo, más tarde pude comprobar que aquello era prácticamente imposible, por lástima vivir significa sentir dolor; pero por el momento, mi única inquietud era cómo iba a sobrellevar aquella experiencia y cómo iba a ocultar aquel desorbitado hematoma. Al fin y al cabo, la vida seguiría y al día siguiente tendría otra nueva oportunidad de seguir con mi rutina. 


SkumfukDonde viven las historias. Descúbrelo ahora