Primera carta.

148 29 2
                                    

Siguió pedaleando, tarareando con suavidad y animosidad mientras miraba el ocaso mientras este comenzaba a aparecer y hacía brillar el color rojo de aquél hilo que parecía de cristal, como hilo curado.

El viento hacía girar el pequeño remolino de papel que tenía en el asiento de la bicicleta, mientras que el viento que lanzaba este, sumado al natural, mandaban a volar los aviones de papel con mensajes sencillos que alegraban los días de las personas que los recogieran de las calles. 

El idioma de aquellos pedazos de papel no era definido, si era dejado en Japón o en Alemania, no importaba, cualquiera lo entendería. Eran mensajes universales, eran mensajes que todos entendían y que hacían sentir bien a cualquiera:

"Compra un café, debes abrigarte, hace frío y no será bueno si te resfrías :)"

Siguió el hilo de papel por horas y horas, sin dejar de pedalear mientras que su piel brillaba por el sudor. Hasta que por fin llegó a una dirección donde el hilo se hacía cada vez más y más brillante, hasta chocar con un buzón desgastado y que había perdido su cubierta blanca, parecía no haber sido utilizado en años. Abrió el buzón, el cual estaba en frente de una gran casa, la cual era hermosa pero descuidada, grande y solitaria, muy solitaria.

Se encogió de hombros y con un poco de costo, abrió aquél desgastado y sucio buzón, dejando con sumo cuidado la pulcra carta blanca con aroma a café y a tinta dentro, subiendo la banderita roja para que la persona que vivía dentro se diera cuenta de que tenía una carta.

El cartero, agotado de tanto pedalear, volvió a subirse a la bicicleta pero con una sonrisa en el rostro, el hilo rojo ahora estaba tirante, finalmente unido.

El cartero desapareció en el camino de vuelta a su casa, dejando a su paso aviones de papel volados por el viento ya nocturno, con mensajes de buenas noches y dulces sueños. Pedaleó durante toda la noche, por horas y horas, pues su energía parecía haber vuelto luego de la entrega de esa carta, se sentía feliz. Muy feliz. Y como le hubiera gustado estar en el momento en que por fin aquellos dos destinos se unieran, pero bueno, había más destinos que unir. El trabajo, el trabajo.

Llegó a casa agotado, pero cuando se metió en la cama, su sonrisa se amplió sabiendo que probablemente el día de mañana, o el día siguiente a ese, esa misma sonrisa que ahora él poseía, habitarían en el rostro de otras personas.

**

Dos días más tarde, una mujer ya anciana paseaba por el parque mientras miraba las palomas que eran alimentadas por un anciano de calva resplandeciente y brillante, de bigote blanquecino y de expresión triste y solitaria. Parecía ser un extranjero, pues sus ropas no se ambientaban demasiado con el contexto de ese país, pero expiraba un aire de confianza y amabilidad que la señora no se pudo resistir a acercarse, y es que ese caballero se veía tan cálido que quiso sentarse a su lado esa fría tarde de invierno.

La anciana, proveniente de una enorme y solitaria casa de paredes blancas desgastadas, se armó de confianza y apoyando una y otra vez el bastón en el suelo, se sentó a un lado de ese cálido señorcito, y, regalándole una sonrisa llena de años de trabajo, años de experiencia, llena de bondad y amor, entabló una amena conversación con él. Ambos tenían las voces temblorosas, y tales como los adolescentes que fueron alguna vez, sentía haberse conocido de toda la vida a cada palabra que salían de sus temblorosos y desgastados labios, algo secos.

Desde ese momento en el que comenzaron a hablar una tarde de invierno,  empezaron a reunirse siempre a la misma hora, alimentando pájaros y acabando sus últimos años de vida juntos, sintiendo como todas sus sonrisas y suspiros eran robados por el otro. El anciano nunca se dio cuenta de que ella era la mujer que había recibido la carta que hace ya tiempo había mandado, y la mujer ni siquiera lo mencionó hasta el momento en que, en esa camilla de hospital, aquel mismo anciano calvo se robó su última sonrisa, aunque realmente, ella no sabía que él había enviado la carta hasta que, desde su lugar en el cielo, vio como ese mismo señor calvo envió otra para agradecer a un tal Sr. Cartero, por haberle hecho encontrar a la persona indicada que lo acompañará, de una forma u otra, el resto de su vida.


El cartero.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora