Prólogo

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La partida
Aeropuerto de Vancouver, 28 de agosto.

El corazón es una máquina rara. Bum-bum, bum-bum, bum-bum... No hay que pensar, funciona solo ¡y esperemos que por mucho tiempo! ¿El conejo rosa de la publicidad que anda a pilas y que golpea el tambor al mismo tiempo que nuestras orejas? ¡Pequeña cosa al lado!
De hecho, nos acordamos de él (del corazón, no del conejo) solo cuando da saltos. Como los que se multiplican en mi pecho en este momento, mientras el avión avanza por una de las pistas del aeropuerto de Vancouver. Un latido olvidado aquí y allá. Recuperado un poco después. Como si mi corazón no conociera más el ritmo que, sin embargo, lo marca desde hace casi dieciséis años. ¡Una laguna de memoria cardíaca!
Y no puedo asombrarme. Se me está ahogando el corazón. Se me está ahogando, apretado en mi pecho entre un pasado reciente y un futuro no muy lejano. Apretado entre lo que dejo en Vancouver y lo que me espera en Montreal.
Aquí, en la costa del Pacífico, abandono a Éliane y a Roxanne. Dos chiquitas que festejaron ayer su segundo mes en la Tierra. Mis pequeñas queridas.
Sé que a Stéphanie, su madre y mi prima, no le gustaría que use el posesivo cuando en realidad son SUS bebés. Pero es más fuerte que yo: en mi cabeza, no puedo hacer otra cosa más que apropiarme de una partecita de las gemelas. Después de todo, ¡me ocupé de ellas durante un mes!
Una experiencia de la que quedé extenuada. Y encantada. ¡Son tan calentitos, tan suaves, y huelen tan bien los bebés! ¡Sí, ya sé! Lloran también. Mucho y fuerte. De noche, preferentemente. Pero de repente, entre dos sollozos, se hace el silencio. Dos miradas se cruzan, y el bebé sonríe. A los ángeles, dicen. Es verdad. ¡Ángeles que se reconocen porque tienen ojeras! Ángeles para los cuales la sonrisa de un niño es un vuelo directo al séptimo cielo.
En cuanto al vértigo y a la euforia, nada que ver con los diez mil metros de altura a los que vuela en este momento el avión que me trae de regreso al aeropuerto de Dorval, donde me espera Véronique. Donde me espera tal vez Véronique, debería precisar.
Toneladas de incertidumbre que pesan sobre mis hombros. Toneladas...
Hay que conocer mi historia, y la de mi mejor amiga, para ver un ejemplo de mi cinismo.
Desde que tengo uso de razón, Veronique Dumas y yo, Gabrielle Perrault, somos amigas. Pero nuestra amistad data, según parece, desde mucho antes. Mis padres y los de Vero se conocieron, en efecto, en el hospital Saint-Luc, el día que nacimos. Nuestras madres dieron a luz con unas horas de intervalo. Compartieron la habitación, mientras Véronique y yo intercambiábamos nuestros primeros secretos en la nursery. Ella, rubia y rolliza. Yo, castaña y delgada.
Primeros dientes, primeros pasos, primeras palabras, primeros años de escuela: vivíamos a pocas cuadras de distancia y, como nuestros padres no se habían perdido de vista, casi crecimos lado a lado. En fin, crecimos... un poco: sin tacos ni rodete, mido apenas un metro cincuenta y siete y mi amiga, tres centímetros más.
Cosa que no nos impide ver a lo grande. Teníamos tan solo siete años cuando encontramos nuestra "vocación". A nuestros ojos, los mamarrachos de Vero eran mejores que la obra completa de Picasso, y mis garabatos hubieran hecho palidecer de envidia a todos los Victor Hugo de este mundo.
Bueno, habíamos decidido que nos convertiríamos en las Uderzo y Goscinny del siglo veintiuno. A la manera de los creadores de Asterix, mi amiga inventaría los personajes, y yo les pondría palabras en la boca.
Y como la práctica lo es todo, comenzamos nuestra "carrera" ese mismo verano. Resultado: una historieta completa, a color, encuadernada artesanalmente y fotocopiada a dos ejemplares. ¡Chan-chan!
Sucumbimos nuevamente al año siguiente. Y el otro. Y otro más. Tranquilamente, mejoraron muchas cosas. ¡Entre otras, sus dibujos y mis textos!
Hoy, unos grandes "libros" de cartón con la firma Perdu, por Perrault y Dumas, están cuidadosamente guardados en mi biblioteca. Idénticos a los que se encuentran en el dormitorio de Vero.
Hay nueve en total. Deberíamos sumar pronto un décimo.
Tal vez sea el último.

 VéroniqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora