Capítulo 1

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Amor a primera vista
                   Montreal, principios de febrero

-¡No puede ser! ¡Te derretiste!
Los celos. Unos celos fulgurantes me atravesaron el corazón y me apretaron el estómago al ver a Véronique surgir del probador. Estaba enfundada en un conjunto de esquí de lycra negra.
Y no me quedaba más que entregarme a la evidencia: había perdido mi "medio punto".
Me explicó. Vero y yo desarrollamos un sistema de autoevaluación física. Para reírnos, claro. Recurrimos a él cuando estamos en las cercanías de algunos chicos. Aquellos cuyas miradas "cuantificadoras" se detienen demasiado rato sobre nuestras personitas. Jugamos entonces a ganarles de mano en sus cálculos.
De eso resultan cosas de este tipo: "Mis abdominales bajaron cuatro décimas, pero compensó con un alza de medio punto por mis bíceps. Te juro. ¡Las flexiones de brazos son un chiste al lado de los abdominales!" Sí, claro...
Ahora bien, en el último "balance", había sacado medio punto más que Véronique, que se obstinaba, como de costumbre, en quitarse dos puntos por sus caderas. "Parezco una pera", insistía desde que la pubertad le había regalado curvas que ella juzgaba demasiado generosas.
Y bien, ¡las curvas en cuestión habían desaparecido en el curso de las últimas semanas! Tenía la prueba delante de mis ojos, puesto que por primera vez mi amiga no disimulaba sus presuntos rollos debajo de uno de esos inmensos pulóveres a los que es tan afecta.
-Bajé dos o tres kilos- me respondió finalmente con tono anodino, sin disimular, no obstante, una sonrisa de satisfacción-. ¿Te parece de verdad que se nota?
-¿Y la nariz, en medio de la cara, me la ves? -exclamé-. ¡Estás bárbara!
-Tampoco exageres. No tendrás qué decirme cuando haya alcanzado mi peso ideal.
Iba a abrir la boca para que Vero me aclarara qué entendía por "su peso ideal", cuando dio media vuelta hacia el espejo.
-¿Estás segura de que debería llevar este conjunto? -me preguntó frunciendo las cejas.
En el espejo, examinaba sin complacencia la ropa que se unía al contorno de sus pechos, sus muslos, sus caderas y sus piernas, como una segunda piel, negra y brillante.
-¿No parezco demasiado gorda? -insistió-. Aunque poniéndome un abrigo bastante largo encima, tendría que quedar bien...
No alcanzaba a dar crédito a mis oídos. ¿De qué estaba hablando esta chica? ¡¿Qué era exactamente lo que quería esconder?! Ya tendremos algún día una conversación sobre este tema.
-¿Cómo hiciste? -le pregunté más tarde, mientras caminábamos por la avenida Del Parque, dobladas en dos por un viento que volteaba árboles-. ¿Dieta? ¿Ejercicio? ¡Y además, no me contaste nada! Yo también me hubiera puesto a hacer...
-¿A hacer qué? ¿Dieta o ejercicio? -replicó Vero mandándome una mirada burlona.
Mi amiga me conoce.
Sabe que denuncio en voz bien alta y fuerte todas esas dietas alimentarias engañosas que son todavía menos equilibradas que los que... las que, debería decir, las siguen. Y que están al servicio de un culto del cuerpo totalmente desprovisto de sentido.
En cuanto al ejercicio, Véronique sabe perfectamente que no necesito "ponerme a hacer". El esquí de fondo en invierno y la bicicleta durante el resto del año hacen parte de mi vida cotidiana. Al igual que la lectura, los viejos episodios de Viaje a las estrellas y las canciones de Francis Cabrel (cantante francés).
Iba a devolverle a mi amiga una de esas respuestas muy sentidas cuyo secreto conozco tan bien, cuando un bocinazo me interrumpió. Un auto azul se detuvo a nuestro lado. Y la cabeza de Lionel emergió de la ventanilla del pasajero.
-¡Lindo tiempo para pasear, chicas! -lanzó mi hermano, con la cara torcida por una mueca elocuente que desmentía sus palabras-. ¿Tienen ganas de venir a comer con nosotros? Vamos a la calle Saint-Denis...
Me incliné para ver a quién comprendía ese "nosotros": no había reconocido el auto y todavía no había visto al conductor.
Y supe de inmediato que yo también iba a la calle Saint-Denis.
Con Lionel, claro. Con Vero, si quisiera venir (y no tenía dudas: aunque me tratara como a una hermana, estaba lejos de tratar a Lionel como a un hermano), y con Francis.
¡No, no Cabrel! Francis Rochan. Rochan como rushant (Rush en inglés significa apuro y se pronuncia en forma similar a "roch"), ya sé... Pero esa es vieja. Francis la escuchó cientos de veces desde que su familia dejó La Rochelle, en Francia, para instalarse en Montreal. Hace siete u ocho años.
Además, fue a través de esa broma como conoció, con bastante dureza, a Lionel.
Estaban participando en el torneo anual de bádminton organizado en la polivalente. Después de haber ganado varios partidos cada uno, debían enfrentarse en las semifinales de la categoría 15 años. Feliz por su desempeño, Francis se había precipitado hacia el terreno donde iba a jugar contra mi hermano. Pero para este, que se estaba dejando admirar por su última conquista (Julie o Isabelle, ya perdí la cuenta), no había prisa.
-¡Eh! ¡Perrault! ¿Venís o te declarás vencido? ¿Abandonás? - le gritó Francis.
Lionel se había tomado el tiempo para besar a su novia y tirarme del pelo. Luego, giró lentamente.
-¡Eh! ¡Estás muy rushant, Rochan! -replicó secamente.
Francis entonces no lo pensó dos veces y se le tiró encima. Se pelearon, los descalificaron del torneo y se quedaron después de hora en la escuela.
Y se volvieron los mejores amigos del mundo.
Fue hace tres años. En aquel momento, recibí como a todos los demás a ese nuevo miembro de la banda de Lionel: con total indiferencia. En efecto, no soy del tipo de las que se ponen a perseguir a los amigos de su hermano mayor. Si no, ¡sería una gran corredora! Prefiero, lejos, el trabajo de fondo. De resistencia. Por eso convertí en una cuestión de honor buscarme sola los novios. Sola... o con la complicidad de Véronique. ¡En fin, un intercambio de favores!
Nada memorable, sin embargo, ni por mi parte ni por la suya. Muchos enamoramientos. Y otras tantas decepciones. Pero nunca lo bastante amargas como para que nuestros corazones lleven las cicatrices. En caso de emergencia, nos dedicamos simplemente a escuchar alguna canción, y dejamos a las palabras de Cabrel el cuidado de poner un bálsamo sobre nuestras heridas: "Si lloras por un chico, no serás la última. Los peces suelen ser más afectuosos." ¡Relegado al rango de "subsardina", hasta el chico más lindo pierde mucho encanto!
Y luego, en las vacaciones de Navidad, las cosas cambiaron. Yo también, creo.
Un beso casi fraterno intercambiado al mismo tiempo que un "Feliz año" común y corriente, y... un pez (astrológicamente hablando) me atrapó en su red. Un "pez" llamado Francis-no-Cabrel-sino-Rochan.
En suma, no sé si debo hablar de súbito despertar, de la magia del amor, de toma de conciencia (¡y de cuerpo!) o de amor a primera vista retard que atacó a una chica retardada... Pero de repente, Francis se convirtió para mí en otra cosa que un nombre pegado en la frente del amigo de mi hermano.
Desde hace un mes, tartamudeo cuando escucho la voz de Francis en el teléfono. Incluso si lo único que me dice es algo así como: "Hola Gabrielle. ¿Me pasás con tu hermano, por favor?"
En la escuela no mejora para nada. Las rodillas me tiemblan como castañuelas cuando me lo cruzo en el pasillo. Y en el comedor, la boca se me seca dos veces por semana a las doce en punto. No por el menú, sino porque esos días presenta el programa del mediodía de la radio de la escuela.
En cuanto a mi apetito, que el amor quita a algunas, anda muy bien, gracias. Un poco demasiado, incluso... ¿Será que, a pesar de mis íntimas convicciones, debería prestarle un poco más de atención?
Era la inmensa pregunta que me hacía mientras me instalaba en el asiento trasero del auto, seguida por Véronique que, a juzgar por su risa, acababa de intercambiar no sé qué comentario espiritual con Lionel.
-¿Listas?
Levanté los ojos para responderle a Francis. Nuestras miradas se cruzaron en el espejo retrovisor.
Azul, profundo, con una pizca de burla el suyo.
Húmedo, el mío.
Sí, húmedo. Es mi manera personal de sonrojarme. Mi tez, muy oscura, me protege de los signos exteriores de la vergüenza, evitándome cualquier sonrojamiento inconveniente. Pero, para mi gran pesar, poseo una glándulas lagrimales particularmente volubles. Que hablan mucho de mis humores. Si estoy triste, mis ojos se convierten en un Niágara. Si estoy feliz, se transforman en un río crecido. Si estoy incómoda, el agua sube a buen paso y mis iris se ponen a brillar con miles miles de fulgores, como dos pistas de patinaje al sol.
Es el caso en este momento, mientras que, de corazón y de estómago, me siento más bien como una pista de patinaje... bajo la lluvia: me derrito.
-¿Qué tienen ganas de comer? ¿Pizza? ¿Hamburguesas con papas fritas? ¿Espaguetis? -preguntó Lionel.
-Ensalada.
Fue la primera palabra que me vino a la mente. En un relámpago, volví a ver la imagen que el espejo me había reflejado esa mañana. Imagen que de costumbre no encuentro para nada mal, pero que no resistiría la comparación con la imagen que mi amiga me había develado un rato antes. En todo caso, seguramente no... eh... con ropa muy liviana. ¡Y en brazos de Francis!
Resulta que mi propuesta vegetariana no fue el plato de gusto. Nos fuimos a una pizzería de moda, donde el menú ofrecía una amplia variedad de ensaladas.
Encargué una pizza.
Y me la comí, más por despecho que por hambre. Aunque nos hubieran invitado, Francis y Lionel parecían haberse olvidado completamente de las dos bellezas que tenían enfrente. ¡Véronique y yo, sí! Su conversación giraba en torno de una historia de posible trabajo durante el verano en el norte (¡piedad, eso no!).
Con un suspiro proporcional al bocado de pizza que acababa de devorar, di media vuelta hacia mi amiga.
-Entonces, Vero, ¿me develás tu secreto? -le pregunté con voz color de colesterol.
Véronique comprendió inmediatamente adónde quería llegar.
-No tengo secreto -respondió los hombros-. Solamente decidí cuidarme con lo que como. Fácil, desde que mis padres pasan tanto tiempo fuera de la casa...
Al comenzar el año, el padre de Monique Poitras-Dumas había tenido un accidente cerebrovascular que lo dejó en parte paralizado. Su esposa necesitaba ayuda para ocuparse de él. Desde entonces, si hija iba con frecuencia a les Laurentides (región montañosa del este de Canada).
En cuanto a Jacques Dumas, la compañía para la que trabajaba había iniciado, en febrero, negociaciones con una empresa mexicana. La presencia del padre, de mi amiga en México era, aparentemente, indispensable para que se desarrollara bien la operación.
-De todas maneras -prosiguió Véronique-, mi... transformación no debe ser tan radical como suponía. Después de todo, no te habías dado cuenta sino hasta hace un rato.
El tono de mi amiga me sorprendió, y mal. Había escarnio en su voz. Y resentimiento.
Iba a pedirle una explicación, cuando su mirada se escapó de la mía para quedarse fija en su plato. Cuidadosamente, Véronique se puso a cortar la pizza.
Pequeños bocados. Muy pequeños. Que nunca se llevaba a la boca.


En el avión
                            Entre Vancouver y Montreal, 28 de agosto

-¿Carne roja o pollo, señorita? Me sobresalto, miro a la azafata sin comprender.
-Creo que la desperté -constata, sonriendo-. Lo siento...
-No es grave. Estaba en plena pesadilla. Lo peor es que todavía sigo.
-Entonces, ¿qué prefiere comer? -retoma la mujer, que debe proseguir su servicio-. ¿Carne roja o pollo?
Examino las bandejas. Y cuanto más las examino, más se me cierra el estómago. Mi corazón hace lo mismo.
-Me preguntó qué plato tiene menos calorías... -digo, amarga.

 VéroniqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora