Capítulo 5

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 La crisis

                   Montreal, fines de mayo

-¿Qué haces el sábado a la noche? Podríamos salir juntas...

 Inspiré un poco de aire, intentando así ahogar en lo más profundo de mí la exasperación que no iba a tardar en volver a la superficie.

 Era más o menos la décima vez que Vero me hacía esa pregunta. Sabía mi respuesta. Y la repetía a conciencia. ¡A menos que se hubiera vuelto amnésica y que perdiera la memoria al mismo ritmo que los kilos! Pero en lo que concierne a su memoria, tenía grandes dudas: nunca sus notas habían sido tan buenas. Y nunca ella había estado tan orgullosa de su rendimiento escolar.

 De lo cual resultaban cosas como ésta: "¿Cuánto tuviste en Lengua? Noventa y cinco sobre cien (dicho con cara de catástrofe). Porque yo tuve noventa y seis con dos décimos..." Conclusión acompañada de una sonrisita condescendiente que había empezado a odiar. Y a querer "apagar". Lo lograba de vez en cuando. Exagerando por momentos mis notas...

 Tengo que confesarlo: mi mejor amiga me ponía nerviosa, me irritaba. Hasta la médula. Cada vez con mayor frecuencia.

-¡Eh, Gabrielle, estás en la luna o qué! -repitió Véronique-.¿Qué haces el viernes a la noche?

-El viernes a la noche voy al teatro con Francis -le respondí por décima vez-.Es su primer franco desde que trabaja en La Criée, y decidimos pasarlo juntos. Él y yo. Solos.

 Solos. Tenía que agregar esa palabra. Insistir. Si no, ya sabía, mi amiga me hubiera propuesto encontrarse con nosotros en algún lugar después del teatro. Porque se había vuelto invasora, controladora, omnipresente, desde que nos habíamos reconciliado.

 Fue el día en que la doctora Tremblay anotó la palabra "Anoréxica" en la historia clínica de Véronique Dumas. El día en que mi amiga, por primera vez, fue a ver a la psicóloga Christine Lavoie, de la clínica de jóvenes, que veía ahora todas las semanas. Y el día en que, bajo la sombra del monte Royal, Francis me tendió la mano... y sus labios.

 Fortalecida por ese amor, salí corriendo a lo de Vero. Nos reencontramos. Mi amiga me recibió con los brazos abiertos. Respondí a su abrazo, que parecía no querer aflojar. Que, de hecho, no se aflojó. Vero se agarraba en verdad de mí como de una salvavidas.

 Al principio, vi en eso la prueba de mi utilidad a su lado. El Don Quijote que dormita en mí se había despertado y decidió luchar contra el monstruoso molino de viento que quería el mal para mi amiga. 

  ¡Iba a terminar con su anorexia de un solo... bocado!

 Pero al cabo de dos semanas de la misma dieta, comencé a ahogarme. El ser humano enamorado no se alimenta sólo de amor y agua: también le hace falta aire.

 Necesitaba tiempo para ver a Francis y espacio para soñar con él.

 Tenía ganas de entregarme a esas horas de soledad en que el simple sonido del teléfono hace desvariar el corazón. En que los besos intercambiados el día anterior aparecen una y otra vez en una pantalla imaginaria en tecnicolor y en tres dimensiones. En que la nuca se estremece de nuevo con el simple recuerdo de una mano que la rozó.

 Romanticismo con agua de rosas, tal vez. Pero tan, tan mágico. ¡Y, hay que reconocer, muy práctico cuando nos enamoramos de un chico con doble escolaridad y trabajo de medio día! 

 Por suerte, durante la semana podemos vernos en la escuela (¡iupi!). La mayoría de las veces, en compañía de Véronique (¡ay!).

 Apenas nos instalábamos en el bufé, surgía ella con el perpetuo "¿Puedo sentarme con ustedes?" en la boca. Y sin esperar la respuesta, depositaba sobre una silla el enorme suéter de lana sobre el cual se sentaba siempre últimamente.

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⏰ Última actualización: Nov 02, 2016 ⏰

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