Capítulo 2

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Comida hecha, compañía deshecha
Montreal, principios de marzo

Con mi carpeta de cuero en la mano, llegué al restaurant La Criée a las 18 y 30 clavadas. No debía en absoluto llegar tarde a esta doble cita. Cita oficial con Vero. Cita oficiosa con Francis. Y si mi corazón latía a más no poder, era porque hacía una semana que no veía ni a uno ni a otro.
En el momento en que comenzaban las vacaciones escolares del mes de febrero (¡por fin!), Véronique y yo nos habíamos despedido de común acuerdo, con un beso y una sonrisa, en la puerta de la polivalente.
Eso es parte de un ritual que habíamos instaurado al empezar la secundaria: la semana libre se convirtió para nosotras en un período intenso de preparación. A partir de las ideas anotadas aquí y allá... y hasta en otra parte, cada una por su lado pone sobre el papel las grandes líneas de la historieta que nos ocupará durante parte del verano.
Luego, hacia al final de las vacaciones, encuentro en la cumbre. Cada una devela su trabajo a la otra, intentamos sorprendernos mutuamente y, en caso de desacuerdo, nos volvemos persuasivas, convincentes o... hinchas. Después dejamos madurar todo hasta el final de las clases. Por último, tenemos dos meses para empollar nuestra obra maestra.
Este año, nuestro encuentro tiene lugar en el restaurant. Una iniciativa mía. Por la simple razón de que uno de los camareros de La Criée se llama... Francis Rochan.
No es que sea un fanático de la gastronomía. De hecho, son los "productos derivados" los que lo atrajeron hacia estos lares frecuentados por la crema del mundo artístico. Interesante para alguien que, como Francis, sueña con convertirse en músico profesional.
Sueño que considero, por lo demás, una prueba suplementaria de nuestra compatibilidad: yo le pondré letra a su música, y él, música a mi letra. Y recorreremos el vasto mundo, tales como el trovador y su poetisa.
¡Guau! Estoy delirando...
En fin, por causa de este empleo que acaba de conseguir en La Criée, Francis había desaparecido de mi horizonte desde el comienzo de las vacaciones escolares. No había pasado por casa a ver a Lionel y, receso obliga, no me lo había cruzado por los pasillos de la polivalente.
Sí, de la polivalente. Pues a pesar de su edad "avanzada", Francis recién está en quinto año. No es su culpa. Sino la de una curva demasiado cerrada, de una calzada demasiado resbalosa, de un sol demasiado brillante, de un conductor agotado. Que perdió el control de su automóvil, cortando en su impulso al chico que andaba en bicicleta al costado de la ruta.
En una fracción de segundo, el día soleado cobró un tinte dramático. Pesadilla de una "noche" de verano que, para Francis, duró una eternidad. Dos semanas en coma. Luego, siete intervenciones quirúrgicas para reparar su cuerpo quebrado. Después, meses y meses de reeducación. Tuvo que volver a aprender a caminar, a hablar. A vivir.
Dos años perdidos. No solamente en escolaridad.
A Francis no le gusta hablar de esto. ¡La piedad no es su plato favorito! Es más bien de los que eligen el autoescarnio. No por nada hay tantos que creen que todavía va a la polivalente a los dieciocho años "porque repitió tres veces jardín de infantes". Y Francis no hace nada para desmentir este rumor. De hecho, casi lo alienta. Como si no le importara lo más mínimo la opinión de los demás. Ni la mía, por lo tanto.
Pero como lo contrario no es verdad, me tomé el tiempo, después de haberme sacado tapado, bufanda y vincha, para echar una mirada al reflejo que me devolvía el espejo colgado a la pared, en la entrada, de La Criée.
Todo en orden.
Y habría estado aún mejor si tuviera ojos en la nuca. No es estético, lo sé, pero seguramente me hubiera evitado engancharme los pies en la alfombra mientras avanzaba admirando mi hermoso rostro.
Afortunadamente, recuperé el equilibrio a tiempo. Haciendo el ruido suficiente para llamar la atención del maître d'hôtel (persona responsable del salón comedor de un hotel) y del camarero con quien estaba de gran conversación. Francis, por supuesto. Que me dirigió una sonrisa devastadora acompañada de un guiño de ojo, antes de soplar algunas palabras al oído de su compañero de trabajo. Este último inclinó la cabeza y se acercó a mí.
-¿Para una persona?- preguntó.
-No, somos dos -respondí.
Poco después, sentada en compañía... del menú, abrí mi carpeta con el fin de releer las notas que había tomado en el curso de la semana. Pero apenas tuve tiempo de sumergirme en mi intriga, pues Francia vino rápidamente hacia mí (¡que alegría!). Sólo como camarero, comprendí de inmediato (¡que decepción!...).
-Hola -murmuró, sin embargo, inclinándose hacia mí.
Sus labios me rozaron la mejilla. Y la tentación fue tan fuerte... que sucumbí: después de haber dado la otra mejilla, giré levemente la cabeza en el momento en que me estaba besando.
Durante una fracción de segundo, nuestras bocas se tocaron. ¡Francis emitió un "Hum..." que me sonó de aprobación, mientras que un fuego artificioso se encendía en mi mirada!
-Estoy esperando a Véronique -tartamudeé después de un breve y molesto silencio.
-No hay problema -respondió Francis, con esa voz que me transforma las piernas en gelatina-. Volveré en un rato a tomarles el pedido.
Lo observé, lo estudié, lo detallé mientras se alejaba. Todo de manera tan intensiva que di un grito de sorpresa cuando la mano de Vero se apoyó sobre mi hombro.
-¿Estás nerviosa, querida? -me lanzó, riéndose-. ¿Qué comiste para estar tan agitada?
Nada en particular, me dije, saludando a mi amiga. Que por su parte, probablemente no había comido, punto final, en el curso de la semana. En todo caso, si me atenía a su aspecto...
-¿Volviste a adelgazar? -le pregunté, mientras se instalaba frente a mí.
Fruncimiento de cejas, encogimiento de hombros. Suspiro de supuesto desaliento. Y, de golpe, un relámpago de malicia atravesó el rostro de Véronique.
-¡Eh, eh, Gabrielle! Soy yo, Vero... Tu amiga, ¿te acordás? -dijo, levantando las manos como para protegerse-. No nos vimos por seis días, tuve tiempo de aprenderme de memoria el último disco de Francis Cabrel, de devorar Piel de zapa de Balzac, de enamorarme de Johnny Depp en ¿Conoces a Gilbert Grape? y... de pensar en nuestro proyecto. Te traigo esbozos nada menos que geniales. ¡Querida, superé mi propia marca! Dale, guardate tus pensamientos negativos y dame una sonrisa, ¿de acuerdo?
De acuerdo. De todas maneras, no me quedaba otra: cuando se hace "la madre", Vero es irresistible. Incluso a pesar de esas mejillas hundidas a las que no me acostumbraba.
-¿Y vos, trabajaste bien? -me preguntó.
Me la dejó servida.
-¡Hola, hola. Vero! Soy yo, Gabrielle... Tu amiga, ¿te acordás? -exclamé, imitándola-. ¡No se escapó, entonces, que otra vez superé mi propia marca! Además, ¿me has visto trabajar de otro modo que no sea bien, sino excepcionalmente bien?
Francis surgió en medio de mi delirio.
-Hola, Véronique -dijo, sosteniendo su bloc y su lápiz con cara muy de "¿Las señoras ya desean pedir?"
Luego, con una mirada sorprendida a mi amiga, prosiguió: -¿Estás bien? Parecés cansada...
Nunca vi un cambio de humor tan rápido. Las palabras salieron disparadas de la boca de Vero, más rápidas que una bala, más duras que un trozo de sílex.
-¿Qué cara tenes vos el día antes de la menstruación?
Casi me ahogo con el sorbo de agua que estaba tragando. Francis, por su parte, levantó una ceja, visiblemente ofendido por las palabras de Vero. Al ver esto, le mandé una patada en la pantorrilla a esa traidora... que, naturalmente, ya lamentaba sus palabras. Es leche hervida mi amiga, pero no es mala.
-Perdoname, Francis -retomó suavemente-. Tengo cambios de humor increíbles últimamente. Seguro que es la primavera.
¿La primavera? ¿De verdad? Todavía estaba lejos la primavera. Y, de hecho, Véronique parecía más bien de humor otoñal. La cabeza llena de contrastes y tan imprevisible como el tiempo. Pasando sin transición de la tormenta furiosa al radiante cielo despejado.
-Llámenme cuando estén listas -dijo simplemente Francis dando media vuelta.
Su voz, generalmente cálida, tenía ahora un tono que recordaba los glaciares de las altas montañas. Debo reconocer que tenía motivos.
-De veras, ¿qué te picó? -le lancé a Vero.
-¿Y a vos, qué? -replicó mi amiga, a la que le había vuelto el malhumor-. ¡Casi te atragantás de risa! No lo niegues, no soy ni sorda ni ciega.
En efecto, no se equivocaba. Enamorada o no, cuando algo es gracioso, me río. No tenía problema en admitirlo. Y es lo que hubiera hecho si Véronique me habría dejado tiempo.
-Claro, nunca vas a confesar haberte burlado del bello... qué digo, ¡del magnífico Francis! -prosiguió con tono sarcástico, mordaz-. Y es normal, porque cuando de Rochan se trata, ¡rushás como una enferma!
Sin voz. Me quedé sin voz. ¿Qué era lo que surgía entre las palabras de mi amiga? ¡¿Celos?!
Estaba abriendo la boca para responderle de lo lindo, cuando la inutilidad de mis palabras... en fin, de las palabras que iba a pronunciar, se me hizo evidente. Vero no me estaba escuchando. Con los codos sobre la mesa, la cabeza entre las manos, los ojos ahogados en sus largas muchas rubias, mi amiga estaba muy lejos de mi.
Estaba sufriendo.
Y de repente, tuve miedo. Mucho miedo. Nunca había sentido un desasosiego tan grande, un dolor tan grande por alguien.
Entonces tomé una de las manos de Véronique. Estaba fría. ¡Tan fría! Le sentía los huesos, ahí no más, debajo de la piel. Me produjo casi el mismo efecto que aquella vez en que un verano encontré un pajarito muerto al pie de un árbol. Lo recogí, paquetito de piel y huesos. Helado por la muerte, a pesar del sol ardiente.
Entre Vero y yo hay dieciséis años de amistad. Como una montaña de complicidad. Véronique percibió rápidamente mi perplejidad y sintió todas esas preguntas que yo deseaba formular, pero no me animaba.
Entonces se puso a hablar. De la soledad. Del sentimiento de abandono que experimentaba desde que su madre se había convertido en una "enfermera", desde que su padre se había convertido en un "mexicano por negocios". Y desde que su mejor amiga se había convertido en una "gran enamorada".
Hace falta aclarar que mi amiga siempre vivió en un cascarón. Protegida de todo y de todos por padres adorables, pero muy, muy posesivos. ¡La habían esperado tanto tiempo a su pequeña Véronique! La señora Poitras-Dumas había perdido cuatro embarazos antes de llevar uno a término. Vero llegó cuando ya no lo esperaba. A los cuarenta y cinco años, su marido y ella habían hecho cuatro cruces sobre su sueño.
Siempre me dije que esa espera tan larga, concluida de una manera tan linda, explicaba la fuerza de los lazos que unen a Véronique con sus padres. Tan orgullosos unos de otros, tan próximos unos de otros, tan comprensivos unos con otros.
Demasiado, tal vez...
Así, me acuerdo muy bien de aquella Navidad en que mi amiga descubrió, por casualidad, los regalos que sus padres acababan de comprarle. Entre las cajas había un juego de vídeo... que no usaba sino raramente.
Vero, que deseaba de hecho recibir un programa de computadora para poder dibujar, se puso entonces a jugar de nuevo al Nintendo. Como presa de un incontrolable frenesí. ¡Para que su padre y su madre no tuvieran ninguna duda de la pertinencia del regalo que habían elegido para ella!
Es suma, algunos hubieran saltado de alegría ante la idea de encontrarse con (calculado en tiempo disponible) una media madre y un cuarto padre. Pero no Véronique. Le pegó fuerte. Sobre todo porque ocurría al mismo tiempo que otra "traición".
Ese era el término que había utilizado al hablar de mi amor por Francis. Entonces eran celos lo que yo había percibido un rato antes en su voz.
Por lo demás, lo reconocía. Y eso la torturaba.
-No quiero ser así, Gabrielle -murmuró-. Quiero estar contenta por vos, pero...
Sacudí la cabeza. Todo se estaba volviendo demasiado pasado, demasiado loco.
-Escuchame bien, Vero -dije con arrojo-. Sí, me gusta Francis Rochan. Pero no es recíproco, lejos de eso. Entonces, dejá de ponerte nerviosa. Lo único que te pido es que me escuches delidar acerca de él una vez de cuando en cuando. Respecto a tus padres, tratá de comprender que para ellos tampoco es fácil. Y cuando los dos están ausentes, sabés perfectamente que no estás sola. ¡Estoy yo acá! Podes venir a mi casa cuando quieras.
¡Ah, no me gusta nada hablar así! Me parece escuchar a otra Gabrielle (soy yo, pero más vieja... y no necesariamente mejor). Sabía, sin embargo, que Veronique necesitaba hacerse mimar un poco... mucho, apasionadamente, con locura. Me lo probó en cuanto terminé mi minidiscurso.
-Gracias, Gabrielle. Sos muy buena. ¡Y yo soy más bien una aguafiestas! -reconoció-. ¡Vamos! Olvidemos todo, comamos y pongámonos a trabajar. ¡Tengo apuro por mostrarte mi obra!
¡Uf!
Nos pusimos entonces a mirar el menú. Para mí, lo más rápido: voy a "pescar" salmón. Hervido, a la plancha, o con salsa, poco me importa. Lo mismo para Vero. En todo caso, suele ser así.
-No, no esta vez; salmón para mí, no -declaró-. Es demasiado rico en grasas. ¡Te imaginas, doscientos cincuenta calorías por porción! ¡Y no estoy contando la salsa! Debería más bien comer mejillones: apenas setenta y cinco calorías.
-Lo mejor es que no te gustan los mejillones -le hice notar con diplomacia.
Me miró, perpleja. Como si no comprendiera mi reflexión. Y, en el fondo, yo estaba igualmente consciente de la inutilidad de mi observación: tenía la íntima convicción de que no iba a comer lo que pidiera. O tan poco.
Pero con seguridad no dejaría que nuevas nubes se acumularan encima de nuestras cabezas y en nuestra conversación.
-Ah, no sabía que pronto iban a dar un programa de Todos para uno dedicado a la nutrición y a la dietética! ¿Te estás aprendiendo de memoria la cantidad de calorías de cada alimento para participar?
-¡Bueno! -dijo, encogiéndose de hombros-. No me aprendo nada de memoria. Uso la tabla de calorías.
Y a la vez que decía esto, sacaba del bolsillo un libro minúsculo en el que, en letras rojas, se mostraba la palabra "Calorías". El lomo estaba roto, y tenía páginas marcadas. En suma, parecía viejo y gastado, como si lo hubieran consultado una y otra vez. Y, probablemente, aún más.
En un flash, volví a ver los jirones de una nota que habían pasado por la tele unos meses atrás. Cálculo desenfrenado de calorías, obsesión por la alimentación adelgazamiento dramático.
A pesar de mí, pero acompañadas por una sonrisa, las palabras atravesaron mis labios.
-Decime, Véronique Dumas, ¿te estás volviendo anoréxica o qué?
Viendo el rostro de mi amiga, comprendí que no tendría que haber hecho una observación semejante.
-No bromees con eso -protestó-. La anorexia es una enfermedad. Una enfermedad mental, ¿comprendés? No tiene nada gracioso.



En el avión
Entre Vancouver y Montreal, 28 de agosto

El plato de pollo se enfrió delante de mí. No alcancé a tocarlo y la azafata ya quería llevárselo
-En verdad no tenía hambre -dice.
-Me duele un poco la cabeza.
Pésima excusa, pero cierta. Una aguda puntada me hace doler la sien derecha. Una señal que regresa todos los meses, con la regularidad de un metrónomo. Imposible cortarla.
Aunque Vero por su parte...



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