Capítulo 3

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Una píldora dura de tragar
                Montreal, fines de marzo

-¿Me acompañarías al médico, en la clínica para jóvenes? -me preguntó Véronique cuando salíamos de la escuela.
-¡Estás enferma!
No era una pregunta, sino una afirmación. Y un grito del corazón. A mis ojos, en efecto, no podía haber más que una explicación al decaimiento de mi amiga: la enfermedad.
Si ostentaba un orgullo sin límites frente a lo que llamaba su "nueva silueta", era inútil, sin embargo, lograr que dijera cuántos kilos había adelgazado desde el principio del año. Así como también era imposible creerle cuando afirmaba que solo quería adelgazar dos kilos más, para tener margen de maniobra cuando dejara esta "dieta" de la que me había hablado dos semanas atrás.
Ese sábado, Lionel nos invitó a hacer esquí de fondo en les Laurentides. Me lancé encima de esa oportunidad porque me interesa ese deporte. Véronique, porque le interesa mi hermano... a quien, al final, mucho no vimos: hizo más sociales que kilometraje, porque se encontró con muchos compañeros de estudio. ¡El término genérico "compañeros" comprendió naturalmente, al menos en tres ocaciones, el de "compañeras"!
De donde, creí, se deducía la agresividad de Vero en las pistas. ¡Imposible seguir a esa chica! Sin embargo, técnicamente soy mejor que ella. Pero lo que tengo de artístico, ese día ella lo tenía de nerviosa.
En suma, al cabo de veinte kilómetros, estaba agotada.
Y Véronique, simplemente congelada. A pesar del esfuerzo que acababa de desplegar, a pesar de las múltiples capas de ropa, a pesar del gorro bajo la capucha del abrigo, a pesar de los mitones forrados, a pesar de las polainas.
Enseguida nos encontramos en fila, durante la comida en el chalé. Vero adelante y yo atrás, un poco como en las pistas.
-Mirá, Gabrielle, deberías comer esto -me dijo, apoyando un enorme plato de macarrones en mi bandeja-. ¡Ah, y ensalada de papas! Y ...
Y así hasta la caja. Cuando llegó el momento de pagar, la bandeja de Véronique apenas contenía un minibol de ensalada no condimentada y un pedazo de pan sin manteca. La mía estaba por reventar. Una verdadera farsa.
-Te va a hacer bien -no dejaba de repetir mi amiga.
Conocía el juego: en el curso de las semanas anteriores, Vero me había perseguido desde mi casa hasta la de ella, pasando por el bufé de la escuela, con sus "Comé esto, Gabrielle" y sus "¿Estás segura de que te alcanza?"
Esta vez se lo dejé hacer. Para ver hasta donde llegaba. Y es muy simple, había ido hasta el final. Hasta el final de mi paciencia.
-¿Ves esto, Véronique Dumas? -le ladré, una vez que estábamos sentadas en la mesa, empujando hacia ella mi bandeja-. ¡Bueno, todo esto es tal vez lo que vos tenés ganas de comer! ¡Pero yo, no! ¡Entonces, buen provecho!
Parecía completamente anonadada. Como si no comprendiera mi exasperación. Entonces fue necesario que le explicara, que le contara. Que le pusiera delante de los ojos esa obsesión que mostraba por la comida y que me volvía loca. Que le dijera cuántas veces tuve ganas de gritarle que meta la nariz en su plato...
-¡Ni siquiera eso, ni siquiera esas míseras rodajas de cebolla comerías si ya hubieras cubierto la cantidad de calorías que te fijaste por día! ¿Me equivoco? -le pregunté.
Suspiró. Y, en el arrojo, continúe:
-¡A propósito; me gustaría saber bien cuántas calorías, precisamente, te permitís comer por día! ¿Quinientas? ¿Quinientas cincuenta, tal vez? ¡Cuando en realidad necesitás un poco más de dos mil! ¡Y sí, lo sé! ¡Yo también puedo consultar libros de dietética! Y por último, Vero, ¿viste la cara que tenés?
La miré en lo más profundo de los ojos. Era lo único de lo que me podía agarrar. Lo único que reconocía en ese rostro demacrado.
-Asustás, Véronique. ¡Y ME asustás!
¿Y también debía asustar a tus padres, no? Bueno, parecía que no. Le tenían siempre tanta confianza a su Miss Perfección. Todo el mundo lo sabe: la confianza puede ser ciega. La de ellos lo era totalmente. 

-No te preocupes, mamá -diría mi amiga-. ¿Sabes?, como normalmente. Adelgacé, de acuerdo. Pero vos también, ¿no? Porque estás preocupada por el abuelo. Es exactamente lo que me pasa a mí...

 VéroniqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora