Para la entrada del verano había una tormenta que obligó cerrar algunos comercios y puentes. Aunque la gente estaba preparada para inclemencias así, incluido él, que hacia las compras cada domingo del calendario.
Bajó a prepararse un café y sacó su antigua libreta. Empezó a trazar líneas y sombras, una tras otra mientras la bombilla aún permanecía encendida. No podía permanecer quieto, se sentía un bulto si no ponía su cuerpo y su mente a hacer algo. Estaba tan metido en su librea que su café enfrió. Aunque de eso nunca se enteró. Sonó abruptamente el teléfono, sacándolo de su estado y haciendo que derrame su taza.
Media hora después ya estaban ahí unos antiguos vecinos suyos, con unas pocas maletas y agradecidos de que les dejará pasar en su casa la tormenta. Esa noche no cenó solo.
A la tarde siguiente, aprovechando que la tormenta había pasado, desapareció entre el pantano. Esta vez habían más obstáculos en su camino y el agua cubría más que de costumbre. Se detuvo en un árbol y miró hacia la copa, su rostro era como de quien buscaba algo sin saber si obtendrá respuesta. Sus lentes se habían ensuciado y fue mejor quitarlos que intentar limpiarlos. La luna apenas se veía entre las nubes remanentes, y tras parlotear cosas, dejó las hojas arrancadas de su cuaderno en aquellas raíces del árbol.
En su casa no lo esperaron a cenar, así dejó dicho a sus invitados. Y sin embargo nadie de ellos supo a que hora llegó. Simplemente a la mañana siguiente ya estaba desayunando y listo para el trabajo. Su puntualidad nunca había fallado.