De pronto su casa estaba vacía otra vez, mientras en la parroquia camino a su casa se llenaba de flores y veladoras. La gente seguía repitiendo los mismos comentarios de asombro y susto desde que finalizó la tormenta.
Ahí estaba él, viendo desde la esquina a toda esa gente. En su rostro se asomaba la melancolía; quizá porque, parte de él anhelaba un recordatorio, una bendición que lo acompañe. Una señal de que la humanidad lo reconoce en su historia.
Claro que, en realidad esos pensamientos no los tenía del todo claros (mi trabajo es poner las palabras en donde solo hay sensación, traducirles pues). Afortunadamente, en un instante estaba ella a su lado, cogiéndolo del hombro y reclinando ligeramente su cabeza. Ella, siempre con una sonrisa y unas ganas de aspirar el aliento suyo. Con total calma le dijo a él que volteara hacia la entrada de la parroquia, para ver a sus vecinos saludando, alegres y agradecidos por el trato brindado los días que se hospedaron con él. A su alrededor sus hijos jugaban, mientras parecían alejarse del lugar.
Ella lo tomo del brazo, enredándolo cual raíz viva, llevándolo consigo hasta sus aposentos preferidos, para seguir aspirando su aliento y burlarse de las reglas. No sé que tanto hicieron, pero él siempre quedaba empapado de su cariño oscuro.