Zombi

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Tenía una semana que había fallecido.

Se aburría de andar por la casa deambulando, pero en su posición no había gran cosa que pudiera hacer. La mayor parte del tiempo peinaba su cabello, en vida había sido su orgullo y quería al menos tenerlo impecable cuando la descubrieran.

Pasaba los días viendo la televisión. Le sorprendió no escuchar noticia de su muerte en ningún lugar, aun consiente de que no era tan importante en realidad. Varias veces tuvo el impulso de salir de la casa y ver en los periódicos si hablaban algo de ella, pero tenía un cierto temor de que su aspecto espantara a alguien. A fin de cuentas, su brazo derecho se desprendería en cualquier momento a causa de la podredumbre y no pensaba que sería agradable para ella ni para los inocentes curiosos en las calles.

El ser un muerto viviente era molesto hasta cierto punto. Se sentía cansada a cada momento a causa de seguir cargando tanto tejido ahora inservible. Por no mencionar las náuseas y el dolor abdominal. Su boca estaba comúnmente seca. Había intentado beber agua en algún momento, pero no fue agradable, y decidió no hacerlo, a fin de cuentas, era inútil ya.

Los días ya no corrían igual para ella. No sabía distinguir si era de día o de noche. Las luces de la calle más que ayudarla, la confundían. No sabía si era el sol o las lámparas de la calle o la luz divina del cielo o el brillo de las llamas del infierno y no tenía muchas ganas de averiguarlo. Pensaba que esa era la única ventaja de estar aquí. Su madre solía decirle que el suicidio era la peor ofensa a dios y aunque no creía en esas cosas, viéndolo desde el otro lado, no parecía un consuelo el sufrimiento eterno del que su madre había hablado. Su único temor era que al salir no encontrara su vecindario, sino una enorme gruta bajo la tierra con cientos de hombrecillos cornudos en pijamas rojas blandiendo trinches y bailando con melodías maniáticas.

Esa visión le trajo el recuerdo de Charles. Recordaba aquella tarde de Halloween cuando niños. El llevaba un traje de diablo, complementado con una barba puntiaguda que su madre había dibujado en su cara. Ella usaba un traje de calabaza que apenas dejaba salir sus manos. Recorrieron las calles del vecindario corriendo y riendo. Juntaron muchos dulces y los comieron mientras veían especiales de Halloween en esa misma sala, sentados en la alfombra. Tenían seis años.

Sorpresivamente se extrañó que Charles no la hubiera buscado aun. De toda la gente que podría extrañarla cuando muriera, él estaba en la parte más alta de la lista. Recordó aquella vez cuando corrió de su casa hacia la escuela cuando estaba oscureciendo. No había llegado a su hogar esa tarde, su familia estaba desesperada y el no dudó ni un momento. Regresó a toda velocidad a la escuela, incluso si la certeza de que estuviera ahí no era total. Momentos después le dijo cuando caminaban de regreso a casa que él nunca dudo de encontrarla ahí, incluso si no se había percatado de que se había quedado dormida en el almacén del gimnasio, sobre las colchonetas. Solo sabía que la encontraría ahí. Ahora no la encontraría. Ahora él no tenía esa certeza. Ahora no había corrido a su encuentro. Nunca más la llevaría abrazada por las calles iluminadas por los faroles al atardecer mientras usaba su chamarra de regreso a casa.

No había dormido y había evitado entrar en su cuarto lo menos posible. No quería ver el lugar donde había acabado con su vida. Ahí debía encontrarse aun la cuerda colgada del perchero del closet. Además, como no necesitaba dormir, no debía usar la cama nunca más; aunque aún se debatía entre la idea de que alguien la encontrara tirada en la sala o acostada en la cama. Lo había estado planeando mientras se aburría en la soledad de su casa: esperaría a que escuchara el ruido de la llave en el cerrojo de la puerta, o tal vez cuando empezaran a tirarla, y se tiraría en el suelo de la sala, toda extendida con sus manos sobre el pecho. Imaginaba los gritos de terror de quien la encontrara y sus intentos desesperados, pero ya muy tardes, para despertarla. No estaba segura si podría aguantar la risa, sería raro ver un cadáver reír involuntariamente. Usaba la ropa que la pareció más adecuada, una chamarra corta de mezclilla, una camisa a rayas de colores cálidos que le llegaba hasta la mitad del abdomen, una minifalda de mezclilla y las mayas amarillas que habían comprado el verano pasado, cuando Charles la había acompañado por última vez al centro comercial. Poco antes de que el tuviera novia.

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