Desde cero

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Era tan atractivo ese pedazo filoso de metal inoxidable... Sentía como le pedía a gritos ser clavado en su piel. En esas delgadas líneas verdes que recorrían su antebrazo pero se apreciaban mucho más en sus muñecas.

Era tan fácil, tan sencillo, y definitivamente acabaría con todos sus problemas, con toda la mierda con la que cargaba... pero no podía ser tan cobarde. Aún sintiendo que la situación era más de lo que podía soportar. Muy en lo profundo de su ser mantenía una pequeña esperanza. Del tamaño de una hormiga, a la que le tenía una fe tremenda que aunque en ocasiones menguaba, pronto volvía a retomar fuerza. Tampoco iba a dejar a su madre y hermano solos. Ellos la necesitaban demasiado.

- ¡Gi! - escuchó que la llamaban y rápidamente con el corazón latiéndole a mil pulsaciones por segundo, escondió la cuchilla bajo la almohada y enderezó su posición en la cama.
No era correcto que su pequeño hermano le viera andar con eso, mucho menos quería causarle un susto, ya tenía suficiente con el recuerdo de la muerte de su padre como para añadir otro trauma a la lista.

-Oye, mamá tiene rato llamándote para que vayas a comer. ¿Qué haces? - el niño era todo curiosidad observándole con esos enormes ojos color avellana tupidos de largas pestañas.

Ella palmeó la cama y el chico se trepó de un brinco.

Gia suspiró con fuerza, ese pequeño demonio de 7 años que en ocasiones le ponía al borde del desquicio, junto con su madre, merecían todo el esfuerzo, todo el maldito sacrificio del mundo.
Acarició su lacio pero rebelde cabello y finalmente tiró de sus mejillas. La risa inocente de su hermano menor le llenaba el corazón.
Volvió a reiterarse que haría lo que estuviera al alcance de sus manos por verle siempre sonreír.

Cogiéndole como un costal de papas, se lo echó al hombro y salió hacia la pequeña cocina, donde en un rincón yacía una pequeña mesa que se hacía pasar por comedor.
Dejó al travieso en una silla y tomó asiento en el banco que le seguía, junto a su madre.
Otra vez el mismo plato. Verduras hervidas con algo de lentejas y nada más.
Killien pronto empezó a quejarse, que no le gustaban las verduras y que estaba harto de comerlas. Cara, la madre de ambos empezó a calmarlo.
El infante pataleó un poco más hasta que finalmente se tranquilizó y empezó a comer.
Gia ardía de cólera aunque lo disimulaba muy bien. Era para no preocuparlos, se repetía. Pero lo cierto era que estaba más que acostumbrada a esas tormentas personales de las que solo quien la conocía muy bien, podía darse cuenta.

Volvió a repetirse como un mantra que cambiaría la vida de ellos. Su hermanito tendría los platos mas exquisitos. Ella le daría toda la comodidad para no oírle quejarse nunca más.

Con un gran suspiro revolvió un poco la comida y tras mirar el rostro cansado y azorado de su madre, y la mirada acuosa de su hermano, finalmente se decidió a comer.

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