LONDRES, OCTUBRE DE 1873
Esta noche tiene lugar la última representación de una gira muy corta. Hace ya bastante tiempo que Próspero el Encantador no honra con su presencia los escenarios londinenses, y el compromiso es de una única semana de actuaciones, sin función de la tarde.
Aunque los boletos tienen precios exorbitantes, se acaban enseguida. La sala está tan llena que muchas mujeres tienen en la mano el abanico para darse un poco de aire en el pecho y combatir así el calor intenso que impregna la atmósfera, a pesar del frío otoñal que reina en el exterior.
En un momento determinado de la velada, cada uno de esos abanicos se convierte de repente en un pajarito, hasta formar varias bandadas que revolotean por todo el teatro en mitad de una atronadora ovación. Cuando todas las aves regresan a sus respectivas dueñas, convertidos de nuevo en abanicos perfectamente cerrados, la ovación aumenta, aunque algunas de las espectadoras están demasiado perplejas para aplaudir y se limitan a dar vueltas entre las manos, asombradas, a sus abanicos de plumas o de encaje, sin preocuparse ya del calor.
El hombre del traje gris que está sentado en el palco de la izquierda del escenario no aplaude. Ni durante ese momento, ni con ningún otro truco de la función. Se limita a observar al hombre del escenario con la mirada fija y estructurada, no se cansa ni una sola vez en todo el espectáculo. En ningún momento levanta ñas manos enguantadas para aplaudir. Ni siquiera arqueas las cejas al presenciar las hazañas que provocan los aplausos, las exclamaciones y hasta algún que otro grito de sorpresa entre el resto del público embelesado.
Cuando termina la función, el hombre del traje gris se abre paso fácilmente entre la multitud de espectadores que llena el vestíbulo del teatro. Se pierde, sin que nadie lo advierta, tras una cortina que lleva a los camerinos. Ni los tramoyistas ni los ayudantes le prestan la más mínima atención.
Toca, con la punta plateada de su bastón, la puerta que está al final del pasillo. Esta se abre por sí sola y deja ver una habitación tapizada de espejos, cada uno de los cuales ofrece una imagen distinta de Próspero.
El frac del mago está tirado de cualquier manera sobre el sillón de terciopelo. Próspero tiene el chaleco desabrochado sobre la camisa con adornos de encaje. El sombrero de copa, que tan importante papel ha desarrollado en la función, descansa en un sombrerero cercano.
El hombre parecía más joven sobre el escenario, pues el resplandor de las luces y las capas de maquillaje disimulaban su edad. El rostro de los espejos está marcado por arrugas, y en el pelo se pueden ver ya bastantes canas. Pero la sonrisa que aparece en el rostro del mago, al reparar en la presencia del otro hombre junto a la puerta tiene un aire muy juvenil.
-No te ha gustado, ¿verdad? -pregunta sin apartar la vista del espejo,dirigiéndose al fantasmagórico reflejo gris. Se limpia un pegote de maquillaje de la cara con un pañuelo que en otros tiempos tal vez fue blanco.
-Yo también me alegro de verte, Hector -responde el hombre del traje gris, al tiempo que cierra muy despacio la puerta tras él.
-Has detestado cada minuto de la actuación, lo sé -repite Héctor Bowen, con una carcajada-. Y no intentes negarlo porque he estado observándote.
Se voltea y le extiende al hombre del traje gris una mano que este no acepta. A modo de respuesta, Héctor se encoge de hombros y agita los dedos con aire teatral, en dirección a la pared opuesta. El sillón de terciopelo se desliza hacia adelante,apartándose así de un rincón del camerino repleto de baúles y bufandas, mientras el frac se eleva del sillón como si fuera una sombra y, muy obediente, se cuelga a sí mismo en un clóset.
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El Circo De La Noche
RomantikLe cirque des Rêves, pues ese es su nombre, es en realidad el escenario de una feroz competencia:un terrible duelo entre dos jóvenes magos, Celia y Marco, entrenados desde pequeños para este propósito; un desafío que sus entrenadores llevan años pre...