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—Encantada de conocerlo —saluda la niña. Su voz es apenas un susurro, de un tono mucho más grave de lo que se esperaría en una niña de su edad. 

El hombre del traje gris corresponde con un educado gesto de asentimiento. 

—Quiero que le enseñes a este caballero lo que sabes hacer —pide Héctor. Se saca del chaleco un reloj de bolsillo de plata unido a una larga  cadena y lo deposita sobre la mesa—. Adelante. 

La niña abre mucho los ojos.

—Me dijiste que no lo hiciera delante de nadie —susurra—. Me obligaste a prometerlo. 

—Este caballero no cuenta —responde Héctor, con una carcajada. 

—Dijiste que nada de excepciones —protesta Celia. 

La sonrisa de su padre desaparece. Toma a la niña por los hombros y la mira fijamente a los ojos. 

—Se trata de un caso muy especial —dice—. Por favor, enséñale a este señor lo que sabes hacer, igual que lo hacías durante las clases.

Y empuja a la niña en dirección a la mesa sobre la que descansa el reloj. 

La niña asiente con gesto grave y desplaza la atención hacia el reloj, con las manos unidas a la espalda. Transcurridos unos instantes, el reloj empieza a rotar lentamente, girando en círculos sobre la mesa y arrastrando tras él la cadena, que forma una espiral. Luego, el reloj se eleva de la mesa y queda flotando en el aire, como si estuviera suspendido en el agua. Héctor mira al hombre del traje gris y espera su reacción. 

—Impresionante —sentencia el hombre—, aunque bastante sencillo. 

Celia frunce el ceño sobre sus oscuros ojos, y el reloj se hace añicos. Las piezas del mecanismo salen volando en todas direcciones. 

—Celia —la regaña su padre. 

La niña se ruboriza al escuchar el severo tono que emplea Hector Bowen y murmura una disculpa. Las piezas del mecanismo regresan al reloj y vuelven a ocupar su sitio, de modo que queda intacto otra vez y la manecilla sigue marcando los segundos como si nada hubiera pasado. 

—Bueno, eso sí que es impresionante —admite el hombre del traje gris—, pero la niña tiene su genio. 

—Es muy joven —la justifica Héctor, dando una palmadita en la cabeza a Celia e ignorando su ceño fruncido—. Y esto lo ha conseguido en menos de un año de estudio; cuando sea mayor, no habrá nadie que pueda compararse con ella. 

—Yo podría agarrar cualquier niño de la calle y enseñarle exactamente lo mismo. Eso de que no hay nadie que pueda compararse con ella es una opinión personal tuya que no costará mucho rebatir. 

—¡Ajá! —exclama Héctor—. Entonces, estás dispuesto a jugar. 

El hombre del traje gris vacila apenas un instante, antes de asentir.

 —Quisiera algo más complejo que la última vez, pero sí, podría interesarme — responde—. Probablemente.

 —¡Desde luego que será más complejo! —Héctor se anima—. Esta vez jugaré con un talento natural. No pienso desperdiciarlo con cualquiera. 

—Lo del talento natural es un fenómeno cuestionable. Que tenga facilidad, no lo dudo, pero las aptitudes innatas son extremadamente raras.

—Es mi hija, desde luego que tiene aptitudes innatas. 

—Tú mismo has reconocido que ha tomado clases —dice el hombre del traje gris —. ¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Celia, ¿cuándo empezaste las clases? —pregunta Hector, sin mirar a la niña. 

—En marzo —responde ella. 

—¿De qué año, querida? —añade Hector. 

—De éste —contesta la niña, como si la pregunta se le antojara absurda. 

—Ocho meses de clases —le aclara Héctor—. Con apenas seis años de edad. Si no recuerdo mal, a veces inicias a tus pupilos cuando son un poco más jóvenes. Está claro que Celia está mucho más avanzada que si no tuviera ese talento natural. Consiguió a la primera que el reloj elevara. 

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⏰ Última actualización: Jul 05, 2016 ⏰

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