Eduardo
Lentamente la tarde iba llegando a su culmen, el cuarto día, para ser exactos, luego de que la triste y preocupante noticia de la invasión había llegado a los oídos de la realeza de Bernabé.
Hoy, al contrario de días anteriores, el Rey se encontraba apreciando el imponente jardín principal que tenía el Palacio Real. Enormes fuentes de yeso adornaban el lugar, rodeadas de un sinfín de flores de hermosos colores, un campo bastante abierto, de un césped verde vida, y un hermoso sendero de pequeñas piedras, cuyo sonido al caminar, le encantaba.
Había decido pasar la tarde pensando, pero pensar más allá de las cuatro paredes de su despacho, o del Salón de las Espadas; o de las imponentes quintas de los Barones. El día de hoy lo había tomado para conectarse con el mundo que lo rodeaba, para divisar todo lo que sus padres le habían dejado, todo lo que San Pablo Bernabé significaba para él; así como hacía en aquellas frescas tardes en donde solo era un príncipe.
Sin duda alguna la situación no estaba para nada mejor, los días habían comenzado a avanzar y no se había sabido más nada de Islas Benditas, solo que había sido invadida. Los Condes habían hecho una serie de hipótesis, una serie de posibles estrategias a tomar por los norteños, y cada una de ellas se presentaba como un dolor de cabeza para la ya cansada mente del Rey. Si bien su hijo, el príncipe Antonio, lo había ayudado más que nunca, como ya era costumbre de él hacerlo, no podía evitar pensar que todo no era suficiente, que estaban enfrentándose a un enemigo altamente poderoso y silencioso, capaz de atacar fulminantemente cuando menos se lo esperasen.
Posiblemente la estrategia de deportar a los islianos había sido muy buena, es más, según los reportes más recientes ―llegados a sus manos, hacía casi una hora―, ya habían conseguido un número significativo de personas sin identificación y de aspecto extranjero, en las requisas hechas en las zonas costeras; habría que estudiarlos a fondo y cuando se tuviera certeza serían deportados, eso les abriría la comunicación con el Gobierno del Norte.
Por otra parte ya había buscado la manera de informar a los demás reinos de la Unión Central; los feudos de Berbanzas, Costa Félix, Márredos, Rusbelette y Vallencio; muy pronto tendrían noticias de ellos y podrían ir concretando una manera de defender su terreno en el caso más nefasto que las probabilidades arrojaban.
No podían dejar que los reinados centrales cayeran en vergüenza como lo habían hecho ya demasiados gobiernos al norte, ellos se debían imponer.
Otra cosa que también rondaba en su cabeza, y que muchas veces lo ayudaba a despejarse de tantos problemas y frustraciones que traía consigo ser el Rey; era el gran baile que había organizado su esposa, Anabeth, para celebrar sus prontos veintiún años de casados. Eso era importante, sabía que los súbditos no debían de pensar en otra cosa que no fuese eso, y tenía que mostrar el ejemplo de la Familia Real, tenía que hacerle ver a su pueblo que todo marchaba bien, tenía que hacer todo lo posible por mantenerlos alejados de la cruel y dura realidad.
Aparte de eso, le daría la sorpresa a su hija menor, Elizabeth, de presentarle a la persona que se convertiría en su prometido, y con el cual posteriormente se casaría. Estaba muy orgulloso y contento de haber encontrado un hombre que pudiera complacerla y hacerla feliz, y que maravilloso era que ese muchacho fuese el hijo de uno de los Barones de la Corte, que además, era su mejor amigo.
Sin duda alguna, Elizabeth estaría muy contenta al saber de quién se trataba, ella siempre hablaba emocionada del pretendiente que su padre le conseguiría, del momento en que le llegara casarse; así lo había demostrado cuando se enteró que su mejor amiga, Nínive Monasterios, contraería nupcias con su hermano. Además, era para él un gran orgullo saber que su hija estaría con Rafael de la Torre, uno de los caballeros más codiciados y respetados en el reino. Eso, y la pronta boda de su hijo eran las únicas cosas que mantenían a Eduardo feliz frente a todas las preocupaciones.
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Entre Rosas y Espinas
Historical FictionCuando Eduardo Bernabé tiene que decidir entre la corona de su reino y la mujer que ama, no necesita segundas oportunidades para pensar, la elección es clara, siempre lo ha sido. Así es como sus palabras, una vez capaces de enamorar, lo llevarán a u...