Capítulo 1

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*************************Verónica************************

Cuando el mundo está a punto de acabarse es cuando pensas en lo que realmente te empuja a vivir. Cuando el despertar es inevitable, sostenes tus sueños con todas tus fuerzas, para al fin comprender que la clave está en soltar, en dejar ir. Comenzás entonces a dejar caer cada cosa por su propio peso, desde las ruinas de lo que fue antes tu fortaleza.

Ahí estaba yo, en las ruinas de lo que habían sido todos mis sueños. Uno por uno los había visto caer. Pulverizada entre mis manos estaba mi carrera, aquella que había comenzado en otra ciudad y construido durante años de estudio, para luego abandonarla por causa de un amor. Ahí estaba también ese amor, que había llegado a convertirse en una familia, destruido por tantas falencias acumuladas con el tiempo. Ahí estaba mi maternidad prematura, tan terriblemente acobardada de no poder ser lo que debía ser. Ahí estaba mi flamante trabajo de redactora, el que había conseguido gracias a la breve y, para mí, insignificante carrera que había terminado en mi ciudad: tecnicatura en comunicación social. Podía sostener en una mano el cúmulo de sentimientos hechos polvo, muerta de miedo. Todo lo que me definía se había terminado, lo que me había sostenido, era una enorme mentira que yo había sabido alimentar. Pero la vida era otra cosa. No tenía ni la más mínima idea de qué era la vida, pero sin dudas, habría de ser otra cosa, por algo aún no estaba muerta, o si, la que era yo en ese entonces, estaba muerta.

Así como antes me habían definido mis sueños, ahora me definían mis miedos. Y todo me daba miedo, mi presente tan difícil de sostener, mi futuro incierto, mi pasado convertido en una aterradora sombra sobre mis espaldas. Mi casa que, desde mi separación, se había vuelto gigante. Y él. Mi hijo. Con sus dos añitos y medio, con sus primeras frases inventadas. Con sus ojitos claros, hermoso, con sus juegos, con su felicidad. Tanta luz y tanta vida en una personita que escuchaba mis cuentos cada noche para poder dormir, que cantaba conmigo mis canciones, que me regalaba sus risas cada mañana. Mi Nacho, tanta página en blanco, presenciando todo aquello en lo que me había convertido. Culpa, amargura, frustración. Y finalmente, miedo. Miedo de no saber ser la fuerte y buena protección que él merecía. Definitivamente, no creía serlo. Pero en ese entonces no creía en muchas cosas que, de todos modos, eran verdaderas y existían más allá, mucho más allá, de todos mis miedos. Lo que había sido mi mundo era ahora una gran mentira y así me sentía, engañada, ingenua y torpe. Sin embargo esa personita era verdad. Siendo a quien yo debía sostener, y sin siquiera saberlo, Nacho tomaba mi mano y me empujaba hacia adelante, me sostenía. Él era mi vida, mis fuerzas, él era ahora quien también me definía.

Como había perdido mi trabajo en la redacción del diario por los ataques de pánico que me impedían estar en lugares donde hubiera mucha gente, algo así como una agorafobia, comprendí la necesidad de trabajar en mi casa. Y como no era buena haciendo comidas para vender, ni cortes de pelo, ni depilación, ni costura, ni nada de lo que las mujeres hacen cuando trabajan en sus casas, me las rebusqué con lo que sí sabía hacer: Clases de apoyo escolar. La hermana de una amiga de mi hermana, a quien había visto algunas veces en la escuela cuando era chica, necesitaba ayuda con sus materias. No tardé en convertir ese pasatiempo en una ocupación diaria, divertida y fortalecedora. Tampoco tardamos en hacernos amigas. Len, con sus catorce años y toda tu charlatanería, con sus pastillas del abuelo y sus amores, estaba ahí. Todas las tardes en mi casa, compartiendo, entre carpetas, su vida conmigo. Y yo, con mis renegados veintitrés años, que a todos decía que eran diecinueve, con mi pasado condenándome a la muerte y mi hijo dándome la vida, no estaba tan sola ni era tan inútil después de todo.

Con el paso de los días, Len me presentó a su novio, Facundo. Callado, y casi apático, se fue incorporando a esas tardes de mates y clases. Mi casa se fue convirtiendo en un lugar que Facundo y Len frecuentaban en cualquier horario. Después de las clases, las pizzas. Los sábados, las películas, la música, las charlas. Ellos no se daban cuenta de que eran ahora parte mi mundo, eran las personas a las que yo había abierto las puertas de mi casa, los momentos con mi hijo, los recuerdos que me lastimaban, los enojos, los miedos que conmigo convivían. A ellos recurrí una noche de tormenta, una de esas tantas noches en las que el pánico no me dejaba dormir. Había esa noche mucho viento, y truenos, y el portón del patio de mi casa se había desoldado, permitiendo el paso de cualquiera que en ese momento pasara y quisiera entrar. Yo estaba aterrada. Sabía que Len dormía en la casa de Facundo, ellos estaban al tanto de mis ataques de pánico, entonces llame al celular de Len. A mitad de la noche, atendiste el teléfono.

Mi Eterna Contradicción #CNWDonde viven las historias. Descúbrelo ahora