El buen esclavo (2ª parte)

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Los bárbaros se apelotonaban en un espacio ínfimo donde la salubridad no existía. En dos pequeñas carretas se amontonaban los treinta y cuatro cuerpos. Treinta y cuatro almas condenadas a morir ante los espectadores de Roma, bajo los aplausos y los vítores de una muchedumbre enloquecida por la sangre. Pero para cumplir con el destino que se les había encomendado, debían llegar todos vivos al final del camino.

Marcus ignoró las miradas furibundas que le dedicaban los galos y frunció el ceño al ver las condiciones en las que estaban. Apestaban.

—Un par de días más bajo el amable clima de Vorgium y empezarán a aparecer las enfermedades. En un par de semanas, no quedará nadie vivo —sentenció con un gesto de desagrado.

—Esto es una faena —asintió Leto apresurándose a seguir el paso del legado, mientras disimulaba el gesto de cubrirse la nariz con la tela de su capa—. Servilio nos ha jodido bien. Mete un montón de galos salvajes en el campamento y pretende que cuidemos de ellos y que lleguen vivos a Roma. Al menos podía haberlos lavado antes de traerlos. Como si no tuviéramos nada mejor que hacer que cuidar de sus esclavos.

—Algo me dice que el tratante se retrasará más de lo que nuestro querido edil nos ha dicho.

—¡Claro que se retrasará! —protestó Leto—. ¿Acaso crees que pretende venir? Esto no es más que una maniobra del cabrón esquelético. Quiere que os marchéis. Joder, solo espero que tarde mucho en conseguirlo; mi vida será una mierda cuando me quede en el culo del mundo a merced de ese capullo.

Marcus esbozó una sonrisa torcida. Leto era un gran amante de la tragedia y todo adquiría tintes épicos cuando lo narraba él. Una vez le preguntó cómo era que un chico de ciudad había acabado en una civitas en construcción como Vorgium. El por aquel entonces subtribuno había balbuceado algunas incoherencias y, tras algunas copas de vino, acabó reconociendo que se había metido bajo la túnica equivocada.

La tragedia de la Casa de Baños había supuesto un repentino ascenso, pero Leto no era de esos que ansiaban poder y ni siquiera parecía albergar intención de regresar a Roma. De hecho, parecía que tenía cierta alergia a todo lo que implicara responsabilidad así que se había tomado la llegada del legado y su decisión de establecer sus cohortes en el castro como una oportunidad única de disfrutar la vida fácil. Algo así como unas vacaciones.

Marcus era consciente de ello, pero agradecía la poca oposición de la milicia local y había llegado a establecer una relación de amistad con el tribuno, amistad que se había visto fortalecida tras la necesidad de formar un frente común ante la aparición del nuevo edil.

Desde que el político había llegado, todo se había reducido a una sucesión de encuentros que se resumían en una cosa: el destacamento de Marcus debía abandonar la Galia y volver a Roma.

—Mi madre se lo habrá follado para hacerme volver —bromeó Marcus sin un ápice de humor.

—Por lo menos no ha sido tu esposa —comentó Leto mientras caminaba a su lado.

—Oh, no, Silvina prefiere a los esclavos de piel oscura y miembros como un puño.

—Porque sé que estás bromeando —dijo su amigo—. Uno ya no sabe a qué atenerse cuando dices algo, siempre tienes ese tono serio y... marcial. —El tribuno se encogió de hombros y suspiró teatralmente—. ¿Existe un civil bajo el soldado?

—No tengo ni idea —reconoció.

Y lo triste es que era cierto. Siempre había sido un soldado, creciendo a la sombra de la fama de su padre, heredando su cognomen y su título, siempre obligado a demostrar que en verdad lo merecía. Quizá por eso era tan renuente a dejar la investigación, quizá por eso no quería volver a Roma. Si lo hacía, todos descubrirían la verdad; él no era como su padre.

El Caminante [Barreras de Sal y Sangre -II]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora