*Destinado

3.4K 407 44
                                    

«El poder de las palabras es más fuerte que la piedra donde se escriben».

Mael se llevó el índice a la boca. Ignoró el sabor de la tierra y la sangre y humedeció el dedo. No era fácil. Llevaba días sin beber más que el cazo de agua sucia que le daban por la mañana. Tenía los labios resecos y agrietados, sabía que si abría mucho la boca se romperían de nuevo y volverían a sangrar. Casi lo deseó porque, aunque era molesto, el sabor cálido y salado le reconfortaba.

Llevó el dedo húmedo a las tablas de la carreta que le transportaban y trazó las runas que mil veces había trazado. Tal y como su tía le había enseñado, como su madre había hecho mil veces antes que él. Las había trazado con sangre y las había trazado con lágrimas, pero ahora, todo se había secado y solo quedaba saliva, saliva pegajosa y escasa. Y cuando fallara la saliva encontraría la forma y aun así las escribiría, escribiría las palabras para que el pueblo alegre no fuera a buscarle.

—¿Por qué haces eso? —preguntó Imonix con la voz adormilada.

—Porque lo he prometido.

Mael miró a su alrededor, los otros críos debían tener su edad, más o menos, aunque había alguno, muy pequeño. Imonix mismo no debía tener más de seis años. La mayoría ya dormían o fingían hacerlo. Alguien lloraba, pero era normal. Cuando caía la noche la distancia se hacía más grande, los miedos más profundos y las ausencias más notables.

Alzó los ojos al cielo y repitió en voz baja los nombres de las estrellas. Así no pensaba, no tenía que recordar lo que había sucedido ni del futuro oscuro que se abría ante él. Solo eran nombres, cientos de nombres que le acompañaban mientras llegaba el necesario y temido sueño.

—No veo nada que pueda interesarme —dijo una voz sacándole de su ensoñación. Era tarde, la noche se cernía sobre el campamento del tratante.

—No tengas tanta prisa —replicó otra voz, una que conocía muy bien y que le había acompañado en el largo viaje desde su tierra natal—, espera a que te enseñe las mujeres. Hay auténticas bellezas de cabellos dorados.

El tratante alzaba una mano con una antorcha empapada en aceite, iluminaba el contenido de los carros para que su invitado, un hombre ataviado con ricos ropajes, pudiera observar los cuerpos de los esclavos que había en su interior.

—Ya que estoy aquí les echaré un vistazo, pero no venía buscando eso —dijo el rico desconocido—. Mujeres bellas las puedes encontrar cualquier día en el mercado, lo que yo quiero es algo diferente. Lo que yo busco es eso que marca la diferencia entre algo bonito que estaría bien tener y algo único que necesitas poseer. La belleza no es el único factor, amigo, aunque es importante. Lo que busco es... es algo intangible que no puede describirse. Silo, tus esclavos solo son campesinos, por muy atractivos que sean, dudo que tengan lo que estoy buscando.

—Echa un vistazo de todas formas —le instó Silo—. Ya estás aquí, ¿qué puedes perder? Las mujeres están en aquella carreta de allí, por un módico precio te dejo que las pruebes, si quieres.

—¿Qué hay en esas otras carretas? —Mael pudo ver cómo el desconocido señalaba la zona en la que se encontraba él.

—Los niños, ¿quiere ver alguno? —dijo el tratante—. A los más pequeños los hemos dejado con las mujeres, los mayores con los hombres, pero ahí hay un grupo de mozos de entre cinco y doce años. ¿Le interesan? Si lo prefieres, puedo ordenar que te separen algunos mozalbetes del grupo de hombres para que los inspecciones de cerca.

—¿Son muchos críos?

—¿Quiénes? ¿Los de la carreta? No, no son demasiados. No llegan a la docena.

El Caminante [Barreras de Sal y Sangre -II]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora