3 - Flotar en la tormenta

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Cuando Ramiro murió, Bruno tenía nueve años y Guille once. Ese tiempo fue como caer en un abismo sin fin en el que la confusión, los cambios sin cesar y las miradas compasivas se filtraban con la gente que, permanentemente, entraba y salía del apartamento. Como fondo sonoro constante: el llanto ahogado de su madre, Mónica, que no atinaba a tomar las riendas de las circunstancias y las dejó en manos de la abuela Rita, que vino desde Australia.

Los otros abuelos, los padres de Mónica, no fueron de gran ayuda, ni entonces ni nunca. Viven en un balneario a cuatro horas de la ciudad y no les gusta socializar. No se relacionan con nadie, ni siquiera con los pocos vecinos que viven cerca de ellos en esa playa alejada. Cuando vinieron al entierro de su yerno, no fueron al funeral porque no soportan estar encerrados en un mismo recinto con muchas personas. Así que ese día, como Mónica decidió que sud hijos no presenciaran el velorio ni el entierro de Ramiro -pensaba que era una experiencia demasiado fuerte-, los abuelos se quedaron con los nietos en el apartamento. Fue un verdadero suplicio para Bruno y Guille, no entendían por qué sus abuelos se quejaban de falta de aire, de falta de ventilación y de vértigo, cuando ellos sentían todo eso, pero porque su papá se había muerto.

En ese momento tan delicado, en esas horas tan profundas, dolorosas, imborrables, aún recuerdan aquel diálogo absurdo:

-¿Vos viste, vivir así? -le decía la abuela al abuelo, que negaba con la cabeza y hacía un sonido extraño, como chhhhzzzz, a la vez-. El mundo está loco, vos fijate, cemento, cemento, altura... Y estos gurises criándose en esto. -La abuela los miró, completamente abstraídos en la amargura-. Yo no sé qué va a hacer Mónica ahora sin marido y con dos chiquilines.

-Chhhzzzz...

-A mí le está faltando el aire. ¿Qué piso era este? ¿Octavo? -preguntó a nadie en particular, abanicándose con una hoja de cuaderno de las que Bruno estaba dibujando.

-Noveno -dijo Guillermo, con la voz tomada.

-¡Noveno! ¡Por favor! -se seguía dando aire-. Me siento encerrada. Esto da vértigo. Claustrofobia. No debería estar permitido que hagan una casa arriba de otra, y arriba de otra, y arriba de otra -decía, haciendo un movimiento con las manos como si estuviese armando una torre imaginaria.

-Chhhzzzz...

Fue un alivio cuando sus abuelos se fueron. Se quedaron con la tía Alicia, la hermana de su mamá, que llegó al departamento a relevarlos. Más tarde llegó Jorge, su compañero, y luego el timbre parecía que no paraba de sonar, al igual que el teléfono.

Mónica se pasó tiempo encerrada en su habitación, y cuando estaba frente a ellos simulaba estar bien, sin embargo su mirada vidriosa con ojos hinchados la delataba.

La abuela Rita se movía con desición de una habitación a otra, ordenaba, cocinaba, impartía órdenes y despachaba sin ningún miramiento a aquellos que se acercaban para dar el pésame, pero alargaban la visita por más de una hora, y se la pasaban lamentándose y, por ende, creando un ambiente más sofocante. "No hay que andar con compromisos, menos todavía a mi edad", decía, y continuaba con lo que estaba haciendo.

Guillermo y Bruno, paralizados por la angustia, se sentían flotar sobre una balsa de madera podrida en medio de una tormenta.

Un día se sucedió al otro y, de repente, en medio de esa hecatombe, la abuela Rita ordenó:

-El lunes vuelven a clase.

¿Qué le pasa?, pensó Bruno. ¡Habla y ordena como si no hubiera sucedido nada! ¿Volver a la escuela? ¡Eso parecía de una vida anterior! ¿Cómo puede ser que los adultos crean que se pueden retomar las actividades de antes, así como así, luego de que tu padre muere?

Y volvieron. Solo físicamente, porque era imposible estudiar o prestar atención a lo que enseñaba la maestra. La mente de Bruno estaba en otro lugar. A veces observaba su clase y a sus compañeros, concentrados en copiar del pizarrón lo que la maestra escribía, y él solo podía contener las ganas de llorar, apretando fuerte los labios y los ojos, a la vez que un retrogusto amargo le subía a la garganta. Le parecía estar viviendo en una dimensión distinta a la de los demás. Le llevó un tiempo amoldarse nuevamente al ritmo habitual, y al final, se las arregló bastante bien, a pesar del dolor.

Pero el caso de Guille que ya estaba en sexto fue diferente: bajó las notas y tuvo el récord de la escuela en llamadas de atención por parte de la maestra y la directora. Su comportamiento se tornó agresivo, y se agudizó un rasgo de la personalidad que antes era apenas perceptible: su aire desafiante.

Lo pasaron de año contemplando "su situación familiar", como le dijeron a su madre en la última reunión del año, pero le advirtieron que, de continuar así, sería difícil que con las exigencias del liceo Guillermo pudiera avanzar con normalidad.

Mónica estaba perdida sin la abuela Rita, que ya había regresado a Australia. Se esforzaba por reponerse, como cada uno de ellos, pero se sentía sola e insegura.

Aunque ya había pasado un tiempo desde la partida de Ramiro, no lograba hallar su lugar de madre y viuda.

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*Historia escrita por la autora uruguaya Cecilia Curbelo*

AUNQUE ÉL NO ESTÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora