Esta vez fue diferente. ¿Se debía al tiempo? Sin sobresalto, sin lágrimas, sin dolor, aunque el vacío seguía allí. Eso me repetía a mí misma mientras, poco a poco, enfrentaba un nuevo día.
Cuatro años pasaron de aquel accidente, y aún lo recordaba como si hubiera sido ayer mismo. Sin detalles de más, sin detalles de menos: igual.
Me desperecé en la cama, mientras miraba el reloj despertador a un lado de mi cama: cuarto y cuarto otra vez. Me había metido en la cama pasada la medianoche, después de elegir durante horas mi atuendo para ese día.
Cada año era lo mismo, mi cuñado Andrés, hermano mayor de Sebastián, vendría a buscarme a las diez de la mañana para ir juntos al cementerio. Allí, como siempre, esperarían Willy, Sandra, Iván y Sara, la madre de Sebas, una mujer extremadamente dulce conmigo. Tanto Sara como mi madre se habían vuelto grandes amigas cuando Sebas y yo nos conocimos. Estábamos realmente enamorados, y ellas sabían los proyectos de futuro que teníamos juntos.
Perdida en mis pensamientos dejé que el tiempo transcurriera, hasta que los suaves golpes de unos nudillos contra la puerta captaron mi atención, sobresaltándome. Observé el reloj: ya eran las siete. Aún seguía sin entender cómo podía ser posible aquello. Cada vez que me perdía entre los recuerdos el tiempo, simplemente, pasaba de largo, sin llevarse consigo mi dolor.
—¿Estás despierta?—preguntaron del otro lado.
—Eh... si, ¡ahora bajo! —respondí, esperé a oír sus pasos, pero tras varios segundos, la escuché alejarse.
Nuevamente fijé la vista en mi habitación: ordenada y desolada a la vez. Caminé hacia la pared en la que tenía el escritorio con los libros de la universidad apilados junto al ordenador. La recorrí con la mirada y me perdí en las imágenes que desde niña había ido acumulando allí. Una encima de otra, las fotografías ocupaban gran parte de esa pared, desde la ventaba hasta el librero. En una ocasión había intentado deshacerme de todo aquello, recordaba haber arrojado al suelo aquellas donde yo sonreía pero, tan pronto como habían tocado el suelo las recogí con lágrimas en los ojos, pidiendo disculpas a alguien que ya no estaba.
Tomé un baño y me envolví con el albornoz sin saber que ponerme exactamente. En sí, mi atuendo ya estaba elegido, el problema radicaba en el calzado, no me decidía entre las zapatillas Converse o zapatos de vestir. Opté por las zapatillas.
Mientras bajaba las escaleras vi a mi madre hablando por teléfono de forma casi inaudible, como si quisiera que nadie la escuchara. Me pareció extraño, sobre todo siendo solo ella y yo quienes habitábamos aquella casa, pero, antes de siquiera pensar en algo más ella ya había colgado y se dirigía a la cocina.
Desayunamos en silencio, como ya era costumbre. La miraba de vez en cuando, siempre buscando los parecidos que teníamos. Nunca me había considerado una mujer hermosa, al ser más alta que otras de mi edad tendía a tener complejos. Melena larga con ondas, y tenía los ojos de color miel, al igual que mi cabello, que ahora se veía apagado y sin gracia. Admito que perdí bastante peso en los últimos años. Mi madre siempre sonreía mientras que yo había perdido esa chispa.
Volví a perderme en mis pensamientos, dejando correr el tiempo...
—¡Dana, Dana! —La voz de mi madre me trajo a la realidad, bueno, en realidad sus manos en mi brazo— Aldana, Andrés ha llegado por ti... ¡Pero si no has probado bocado! —me fulminó con la mirada, entonces me percaté que ni siquiera había tomado el café, y las tostadas seguían intactas.
—Lo siento —me animé a decir mientras me dirigía hacia la salida.
Como de costumbre, tras abrir la puerta y el acostumbrado asentimiento de cabeza a modo de saludo, el trayecto al camposanto fue silencioso. Al verlo en la entrada intuí que su tristeza seguía allí, al igual que la mía. A pesar del tiempo, incluso hablar resultaba dañino.
Al traspasar las rejas de aquel recinto, no pude evitar pensar en lo hermoso y tétrico del lugar. A pesar de ser una necrópolis, era precioso, de manera incluso tenebrosa; lleno de vida por doquier, con flores y árboles de distintas formas y colores. Tal vez a eso se debía el nombre: Jardines del paraíso.
Al llegar donde se encontraba la lápida, Sara despedía a una pareja. De soslayo y tímidamente, me fije en mi acompañante. Quería preguntarle quienes eran, pero la tensión en su mandíbula me ayudó a retractarme. Observé de nuevo a los que se marchaban. La muchacha de cabello largo se sostenía con fuerza del brazo del hombre. La chica tenía un rostro angelical, mientras que el rostro del chico estaba oculto tras lentes.
¡Espero les esté gustando!
Besos :)

ESTÁS LEYENDO
Si Pudieras Verme (#1)
Romance¡Aviso importante! La novela dejará la plataforma a partir del 30 de OCTUBRE del 2021. Forma parte de otra plataforma para su distribución y versión de audiolibro. Estoy mas que feliz de haber compartido con vosotros esta historia durante estos larg...