CAPITULO VI: LA PESADILLA DE LA SOLEDAD

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Una noche tuvo una pesadilla.

Karachi. Había tenido más de un sueño respecto a eso, sobre todo cuando estaba bajo la protección de Benhima, pero nunca como esta. Soñaba con el rescate, pero el momento crucial, cuando mira atrás, en sus sueños, Sherlock corre tras ella. Corren, hasta que él la alcanza. Entonces despierta y se encuentra sola. Habituada a la soledad, nunca había tenido tanto tiempo libre para sentirla como en su estadía en el Riad Abracadabra.

Esa noche, sin embargo, sencillamente no pudo volver a dormir; no se sentía sola. El miedo era su compañía en el desvelo incesante de recordar el sueño que le había quitado las ganas de volver a dormir. En el sueño, ella era una de los tantos espectadores de las ejecuciones que se llevarían a cabo. No podía entender lo que decían, sin embargo, llegó el momento. Y esta vez, en lugar de ser ella quien tomaba el lugar de la acusada, era Sherlock Holmes. Paralizada y sin poder sacar la voz, no podía evitar el destino final del detective, despertando bañada en sudor y el rostro enjugado por las lágrimas en el momento exacto en que la hoja del sable tocaba el cuello del hombre que le había salvado la vida. Se repitió mil y una veces que era un sueño, que no era posible. Pero la tranquilidad de la lógica no era suficiente para calmarla. ¿Cómo él podía? Se levantó y se lavó la cara, para luego volver a tenderse entre las sábanas. Llevó sus brazos a la almohada y de espaldas, mirando el techo, repasó su historia con Holmes. Ahí, en entramado blanco de la pintura, se proyectaban las imágenes, reales e idealizadas, entramándose en una historia que a ratos perdía rumbo, proyectándose más allá de lo que pudo y de lo que fue. Se vio cenando con él. Y aunque se permitió imaginarlo por un momento, sabiendo que no era real, decidió, por una vez, apegarse a los hechos. Tratar de descubrir las motivaciones que lo llevaron a hacer todo lo que hizo. Pero las respuestas, además de erróneas, eran confusas. Recordó esa noche en que estuvieron tan cerca, cuando podía sentir su respiración entrecortada. Y al segundo, pensó en la noche en que descubrió su clave. ¿Quién jugó con quien? ¿Y si sólo había sido un experimento para poner a prueba la química? La gente habla de "química" entre dos personas cuando se genera una conexión, sin embargo, entre ellos no había existido ni una sola mirada cómplice, ni un gesto de confianza. Sólo ella manipulándolo y él, leyéndola como un libro abierto. Pero ahí estaba, otra vez, él salvando su vida. Incluso después de su reacción de animal herido, que puede considerarse desilusión. Se llevó las manos a la cara, apretando las yemas de sus dedos contra sus ojos, rogando por rehacer ese momento, por no decir lo que dijo y por sobre todo, por tener una, solo una oportunidad de volver a verlo. Se incorporó con rapidez y tomó el teléfono que Mycroft le había dado... ¿Era posible? ¿Estaría su redención tan cerca, tan fácil? Se recostó de nuevo e intentó dormir con el móvil en su mano, sin embargo, ya comenzaba a aclarar.

Esa mañana no leyó el periódico.

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Pasó un largo tiempo antes de que Irene recibiese noticias de Holmes. Comenzaba a creer que sus servicios ya no eran requeridos, pero aun quedaban expedientes en el archivo que él le había entregado. Pensaba en eso mientras tomaba un café en Guéliz, cuando divisó a lo lejos a León Benhima, el hombre, que pareció haberla reconocido, se quedó un momento observándola, como si dudase entre acercarse o no, inclinándose por lo segundo; alejándose de ella.

Esa tarde, al llegar a casa, se encontró a Mycroft.

-¿De compras? - le preguntó al ver las bolsas que traía.

-Distracción. La necesitaba. - contestó Adler, dejando las bolsas sobre una mesita cerca de la entrada y aproximándose a Holmes.

Él sonrió, poco satisfecho. Al acercarse, Irene notó que tenía el archivo a su lado.

EN LA LINEA DE FUEGODonde viven las historias. Descúbrelo ahora