Un jarro de helado (mejor si es de chocolate)

30 8 3
                                    

La noticia me sentó como un jarro de agua fría durante una ventisca (que, más que agua, terminaría siendo hielo).

No se me había ocurrido esa posibilidad cuando les dije la verdad a mis padres. Responded con sinceridad: ¿a quién se le pasó por la cabeza esa opción? Ni siquiera Nerea lo había podido prever; esto del internado era una locura.

Honestamente, mis expectativas de castigo tiraban por lo usual. Ya sabéis, uno o dos meses sin teléfono móvil o prohibirme salir con mis amigos durante un año; cosas así, lo normal cuando una hija "falta al respeto" (entre comillas porque yo sigo sin considerarlo irrespetuoso, pero mis padres se lo han tomado así). Nunca pensé que serían tan drásticos.

Bajé a cenar por una simple y única razón: tenía hambre. Aquel día ya me había saltado el desayuno (por salir corriendo a clases), apenas había almorzado (ya sabéis lo que ha pasado en la cafetería) y de comer ni hablar; no salí de mi cuarto en toda la tarde. Y, aunque había intentado sobrevivir a base de los caramelos que tenía escondidos en el cajón, mi estomago se estaba resintiendo. La verdad era inexorable: mis tripas rugían como el Rey León. Así que, sin más remedio, tuve que bajar las escaleras e ir a la cocina.

Cenamos tortilla de patata; un plato tradicional, como no. Confirmado; mi casa está llena de mensajes subliminales.

Sigo pensando en lo del psicólogo; esta familia necesita terapia urgente, lo antes posible. Ellos para afrontar la realidad y yo para no volverme loca conviviendo con sus "mentes candado"; aunque suene raro, ya he asumido que Nerea está vivita y coleando.

Mientras comía intentaron convencerme de que lo del internado era lo mejor para mí: que me daría tiempo para pensar, que me ayudaría a dejar a un lado las "modas pasajeras" (duele que tus padres piensen que confesar tu orientación sexual es una moda; es como una puñalada en el corazón), etcétera y etcétera. La verdad, no presté mucha atención a aquella estupidez de conversación; sería ocupar mi cerebro con caca de vaca. Me fui nada más terminar mi trozo.

Y, cuando volví a mi cuarto, ¿adivinad quién comía alitas de pollo como si no hubiera mañana? Exacto; Nerea tragaba a velocidad supersónica.

Me enfadé un poco bastante. Yo había soportado a mis padres para poder probar bocado y, mientras tanto, ella se ponía las botas con una comida sacada de la nada. No era muy justo.

Ella intentó excusarse, como no (aunque; viéndolo con perspectiva, su excusa fue incluso graciosa de lo patética que era):

- Soy como un perrito; tienes que darme de comer o me porto mal- ¿alguien ha oído peor excusa en su vida? Por lo que a mí respecta, es la número uno. Al ver que su tontería no me calmaba, sacó un bote de helado de detrás de ella. ¿De veras pensaba que iba a comprar mi felicidad con un dulce?-. Vamos, Lei-Lei, te he comprado un helado también- parece que sí; increíble pero cierto-. ¡Oh, venga! Es de chocolate...

Odio admitirlo, pero ahí me pilló. Mi enfado bajó del 99,999% (no digo el cien por cien porque, si lo hago, el mundo explota por culpa de mi furia desatada; vale, no, aunque sería bastante feo de ver) al 25%; seguía enojada, pero no lo suficiente para negarme al bote de helado de chocolate.

¿Y esas miradas? ¡Ni qué fuera una traidora que os hubiese vendido por la terrina! Además, me gusta el helado y llevaba con antojo de este sabor desde ayer (¿quién se acordaba de ese detalle? Vale, vale... lo pillo; no soy tan importante).

- Dame una cucharilla- pedí.

- No sé, no sé... ¿debería?- se burló ella, pasando el cubierto por delante de mis narices. Se notaba que se lo estaba pasando pipa ahora que llevaba las riendas de la situación.

Imaginaria (#JustWriteIt #LGBTQ)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora